El soberanismo de gorro frigio aspira a convertir nuestra ciudad en un entoldado de fiesta mayor, pero no lo conseguirá (no lo conseguirá otra vez, porque hasta ahora Colau y Pisarello lo han conseguido rondando piñatas de barrio y santoral). Manuel Valls quiere evitarlo remozando los mimbres del noucentisme; trata de anteponer el buen gusto de la realpolitik urbana frente al nacional-populismo de rectoría, concomitante con el social-nativismo italiano de la Liga Norte, "hoy especializada en la caza de extranjeros", escribe Thomas Piketty. Valls tendrá que pelearse con dos gallos emplumados: Ernest Maragall y Ferran Mascarell, hijos espurios del maragallismo, protegidos bajo los estandartes de la Remensa.

Cs le cede el paso al candidato Valls, pero el PSC, desde el cariño, dice que no. ¿Es demasiado revisionista para Fourier y Saint-Simon? Y más a la izquierda, se ha labrado buena parte del voto de los Comuns sobre el que las últimas catas confirman el desengaño de los votantes. Algunos le critican su excelente relación con el mundo empresarial y Valls lo confirma; sabe que "el relanzamiento económico de la ciudad es prioritario, si queremos competir en las grandes ligas, frente a la solidez de Madrid". Otros le atacan porque no ha vivido aquí, y no está arrelat, en palabras de Dolors Camats, una cornucopia de la izquierda desarbolada.

manuel valls

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Antes de entrar en una campaña permanente de aquí a las municipales y a las europeas, nos conviene recordar que el dramatismo permanente de la política catalana se resuelve polifónicamente en el engranaje de la historia convertida en guirigay. El ex primer ministro francés desempolva su infancia barcelonesa en la Horta de la calle Campoamor, cerca del rizoma mágico de los Llupià, semblanza del Sacro Bosco de los Orsini. Su padre, el pintor Xavier Valls, vivió en Barcelona, pero su obra fue más reconocida en el Madrid de la Escuela de Vallecas, liderada por Benjamín Palencia, con un pie en la Residencia de Estudiantes y otro en el cielo abierto de los campos de Castilla. En Barcelona es el Titanic, Félix de Azúa destacó el desinterés de Barcelona delante de una exposición de Xavier Valls, en Madrid. El abuelo del candidato perteneció al grupo impulsor del diario El Matí.

Valls acuna buenos deseos, pero no sabe lo que le espera en el patio de armas del pactismo catalán: una pelea a cuchillazos por debajo de la mesa. Nunca olvidará el beatífico semblante falso de los retataranietos de aquella siniestra Compañía que incendió el Bósforo de la Media Luna otomana. La Barcelona del Consulado de Mar y la Taula de Canvi ha tenido que luchar siempre contra la embestida de los jíbaros, la tribu indepe que quiere empequeñecer la capital para gobernar sin obstáculos una república de cofradías y menestrales. Lo peor no son sus huestes sino sus dirigentes, que concentran una de sus candidaturas a la alcaldía de Barcelona en la figura de Ernest Maragall, conseller de Exteriores. Y déjenme decirlo: Ernest es un hombre oscuro, marcado por el rencor nunca confesado contra la generación de su hermano Pasqual (los Narcís Serra, Ernest Lluch, Joan Majó, Raimon Obiols o el Josep Maria Bricall simpatizante sin carnet, exrector de la UB y defensor del ad unum vertere sobre la compilación del conocimiento. El Tete se ha ido distanciando de la meritocracia intelectual que le rodeó en su infancia para adentrarse en la caverna patriotera; a la postre, se ha empotrado en la pasión por el estandarte y la choza. No representa el municipalismo de la época dorada, por mucho que los repitan los medios del régimen. Nunca fue la mano derecha de Pasqual; nadie le hacía caso porque era visto como un desordenado caótico. Su resentimiento le llevó a desmaragallizar el equipo cuando su hermano era el presidente de la Generalitat.

Ahora, aprovechando la buena fe de Alfred Bosch, Ernest se encarama en ERC. Bosch ganó unas primarias pero renunció a ser candidato por el bien de su partido, sin darse cuenta de que el bulldozer ya le había pasado por encima, mientras dormía. Y lo peor es que el Tete se ha justificado diciendo que debía pensar lo más conveniente para su país, antes de aceptar su nombramiento como aspirante republicano (excusatio non petita). Pero los obstáculos de Valls no se quedan ahí. También está Ferran Mascarell, un sabio (lo es de verdad), que promueve otra candidatura de unidad del espacio independentista. Unidad nacida en el partido de su amigo, Artur Mas. ¿Unidad en torno al 3%? Unidad, supongo, para desenchufarse para siempre de Carles Puigdmont, un hipster del falso exilio, que tontorronea como un electrón libre de la retórica republicana. Puigdemont no puede ver a Mascarell; es el aceite que flota en un vaso de agua.

Manuel Valls no es precisamente un progre; tira más a jansenista agustiniano. Cuando la Fudación Vila Casas inauguró una exposición de Xavier Valls, Manuel (entonces era ministro) no perdió el tiempo en hacerse perdonar. Pero encontró puentes: "Mi tío músico compuso el himno del Barça y fue el autor de la banda sonora de la película La ciutat cremada de Antoni Ribas". El ex premier dejará su escaño en la Asamblea Nacional francesa antes de meterse en el abigarrado mundo del la política local, aunque él fue alcalde Evry y consejero regional de la parisina Île-de-France. Pronto notará el vacío que ha dejado entre nosotros el fin de la inmensa conversación en la que se forjó la Francia del esprit. En su libro Manuel Valls, les secrets d'un destine (2013), obra de Jacques Hennen y Gilles Verdez, el candidato se dejó muchas tronchas por cortar. Se lo podía permitir estando en el Hotel de Matignon, sede del gabinete francés, donde los chóferes oficiales tienen la buena costumbre de anunciar las visitas frenando ruidosamente en semicírculo sobre el patio arenisco del palacio barroco.

El político sabe que la movilización emocional y los recursos de la elocuencia robustecen el diálogo. De lo primero, Valls va sobrado; en lo segundo tiene el hándicap del idioma, un catalán vetusto hecho de vos y de llurs y un castellano solo correcto. Quienes ven a Valls como un gentilhombre de cuna y fortuna, no reconocen el esfuerzo del buen salvaje o del noble (ambos me sirven) capaz de hacer de la política una de las bellas artes.