Cada vez que uno habla con un agente ruso conviene atarse los machos por aquello del isótopo radioactivo. Si Puigdemont te manda a Tombuctú a por cerillas y te pone de guardaespaldas a un ruso amigo de Josep Lluís Alay, jefe de la Oficina del ex president, tiéntate la ropa y pon veinte lavadoras, después del trasiego. Los rusos que vienen por aquí, especialmente los que se relacionan con Alay, dicen haber leído a Tolstoi, pero no saben quién era aquel conde Vronski que se enamoró de Ana Karenina bailando una mazurca. Son gente de muda fealdad, formados en el estalinismo de té con leche en polvo.

Alay es historiador; estimo en él una vocación orientalista por la que, supongo, fue enviado como observador de un referéndum en Nueva Caledonia, en pleno Mar de Coral, en el Pacífico Sur de bandera francesa. El viaje, realizado en 2018, lo pagamos nosotros claro, la Generalitat de los contribuyentes, aunque él dice que fue una invitación personal. Y precisamente porque era una invitación personal, Alay no podía utilizar dinero público para viajar. Lo que es secreto es secreto: je ne sais pas respondía siempre Hércules Poirot ante un asunto de espionaje. Pero Alay es un moscovita con grandes humos: “Si apostamos en público por el Kremlin, hagámoslo de verdad”, escribió el 23 de agosto de 2020.

Puigdemont, Alay y el jurisconsulto Gonzalo Boye dominan el soviet de Waterloo. Los mensajes de este núcleo duro demuestran hasta qué punto estaban convencidos de que Rusia apoyaría la independencia de Cataluña. Pero el real thing los desmontó. Listos, muy listos, como que no. Profesor, historiador y ex comisionado de Relaciones Internacionales de la Diputación de Barcelona, Alay fue fichado por Quim Torra como coordinador de Políticas Internacionales de Presidencia. Menudo currículo. Este turbio sopitas tuvo que trasladar en su maleta secretos caledónicos de vuelta a Barcelona; el bulto del asesor se parecía al bártulo de Chichikov, metido en el carruaje de Las almas muertas, la novela de Gogol. Fue un capítulo más del tocomocho soviético de Putin-Puigdemont.

 

Caricatura de Josep Lluís Alay / FARRUQO

Caricatura de Josep Lluís Alay / FARRUQO

Ahora, la Audiencia de Barcelona, al desestimar un recurso de Alay, le pone a los pies de los caballos: le abre juicio oral por disfrutar del bello azul del Pacífico y le recuerda que también esta investigado (imputado) en varias piezas del caso Voloh, entre ellas la que indaga supuestos contacto en Rusia en apoyo del procés. La defensa de Alay alega que el historiador actuó en función del cargo que ocupaba y que no dependía de él administrar los fondos públicos asignados a la oficina de Puigdemont, varado en Cerdeña, la isla gobernada por una coalición de nacionalistas frugales y el partido de Matteo Salvini, un facineroso acorralado por el ejecutivo romano del Quirinal.

Pero la sala de la Audiencia entiende hoy que, entre las funciones de Alay, sí figuraba "gestionar y controlar el presupuesto" de la oficina de Puigdemont. Con más motivo es presunto responsable de malversación. Bien que le debió sentar el pulpo caledonio de marras, que ahora se le indigesta. Pero ya se sabe que los pesebres de Puigdemont acaban siempre en equívocos. Además, la Rusia amiga del expresident y de Alay ya no es un territorio aconsejable, con Novaltny en el trullo y Alexander Litvinenko en el cementerio. Putin ha vuelto a ganar las elecciones a base de pucherazo. Ahora cabalga a pelo, monte arriba, como suele hacerlo ante las cámaras oficiales luciendo su narcisismo de hombre teñido, defensor acérrimo de la homofobia y la xenofobia.

Waterloo, por su parte, es casi una heredad del pasado. El escondite de Puigdemont es el santoral de los indepes; un mito narrativo, un pretexto escultórico desmentido por la realidad; una sede republicana digna de un sainete teatral de sala y alcoba, como los de Serafí Pitarra.