Emergió cuando el catalanismo reverdecía al místico Ramakrishna, cuya espalda quedó marcada por los golpes que vio recibir a un pobre. Salió del segmento contrito, nacional católico y Montserratino que ha acabado encallando la historia en una vía muerta. Haciendo de banquero con el dinero no declarado de su padre Florenci --traficante de divisas en la plaza de Tánger (antiguo paraíso fiscal)--, impulsó inversiones de fer país en la Banca Catalana de la quiebra fraudulenta de 1982. Creó empresas, pero sobre todo participó en la fundación de colegios, como Virtelia, cofradía de satélites volantes (los Costa i Llobera, Laietania, Talita y compañía), brazos del catalanismo redivivo en las clases medias urbanas. Y también participó en el último intento de lavar cabezas en Aula, el colegio en el que su delfín, Artur Mas, disolvió el racionalismo del Liceo Francés en dosis altas de romanticismo kitsch.

Navegaba entre lamentos y tomó la decisión de imponer su país virtual: la Cataluña hecha de razones para sentirse mejor que el resto de España. Se dijo a sí mismo “somos superiores”; “ejecutaremos en la sombra”. Así nació el ayatolismo que le acompañó en sus mandatos en la Generalitat. Se dirigió al pueblo converso y necesitado, manteniendo a raya a las élites. Inventó un doble rasero: a los de abajo les encandiló con el futuro luminoso de la Cataluña-California, mientras marcaba distancias con los de arriba, influidos por el reformismo de su alter ego, Miquel Roca, padre de la Constitución de 1978, mejor y más duradera que la Pepa de Cádiz, promulgada en 1812. Jordi Pujol nunca ha sido el líder de la burguesía catalana, como se dice hoy olímpicamente; si ocaso, lo fue de la menestralía.

jordi pujol

jordi pujol

Convergència tuvo dos almas hasta que Roca salió despedido del asteroide, cuando empezaba a gestarse la actual implosión. Aquel momento fue premonitorio: Pujol se quedaba con la ideología, el anhelo del no man’s land, patria reencontrada, desiderátum final; y Roca, por su parte, escogía el racionalismo kantiano de la economía y las leyes. En 1992, dos paralelas se separaron para siempre: el nacionalismo soberanista y el catalanismo reformista continuador de la obra de Francesc Cambó. Se invirtieron los términos. Ya no se trataba de catalanizar España (como dijo tantas veces el político regionalista) sino de romper con España, pero aun sin palabras. Pujol escondió la cabeza debajo del ala en los Pactos del Majestic de 1996, para conseguir “la llegada del AVE a Barcelona, el Eje Transversal, la ampliación del aeropuerto de El Prat y debate sobre la urgencia del eje mediterráneo”, según la versión falseada por el exhonorable, en el tercer tomo de sus Memorias, 2003-2011, Años decisivos (Destino).

El siguiente paso le reafirmó: la recentralización de José Maria Aznar agudizó las contradicciones. En aquel momento, tras dos décadas de normalización lingüística en las escuelas, sus bases sociales cerraban filas. Él pudo perpetuarse, como el fantasma de La puerta condenada, el cuento de Julio Cortázar. Pero solo afiló el perfil, obligado a responder ante la nueva ola soberanista de los Quicu Homs, Oriol Pujol, Artur Mas o David Madí. La apuesta de futuro acabó con el estigma de Duran i Lleida, el líder del partido hermano, Unió Democràtica de Catalunya, el segundo gran perdedor, después de Roca. Pero esta vez, el paréntesis sería un final: Pujol optó por Artur Mas y se sometió a un harakiri lento, hasta 2003, el año del Tripartito en el Tinell, con Pasqual Maragall a la cabeza. “Un ciclo de desconcierto”, revisa el expresident aplicándose una dosis de su propia medicina. Y tras la cicuta inane, el desenlace: “Cataluña se vio obligada a optar entre la residualización y la opción independentista”. Un cul-de-sac insano.

Era la justificación del padre ante el fervor del hijo. Cuarenta años de calentón catalanista; cuatro décadas, ahora sí, de normalización lingüística, filtrando contenidos en el corazón del sintagma y preparando a la gente para el asalto a ciudadela España. Gracias a su pericia y al agitprop de TV3, al procés no le faltan sans-culottes para marchar sobre la imaginaria Bastilla del Borbón. “La historia me absolverá”, dice Pujol, emulando a Castro después de la aventura de Granma. Pero ha topado con el Estado más antiguo de Europa, ideado cuando el Báltico era una confederación hanseática e Italia un conjunto de ciudades bajo comendadores de gentilicio. Se ha dado de bruces contra la forma difusa de un contenedor de diversidades unidas a un Leviatán inexpugnable.

En medio de los sargazos, Pujol mantiene hoy, en lo personal, la continuidad vital de los desposeídos con suerte. Acude a diario a un despacho barcelonés de la Fundación Vila Casas, el último mecenas. Y allí increpa al pasado entre libros y millones de papeles. Ha levantado una barricada de citas históricas para defender su honor y el de su familia. Su mejor huella se embosca hoy entre valles nemorosos de la Collada de Tosas y la Cerdanya, guarida del Don, que regresa siempre al inframundo calabrés. Pujol ha robado, sí, pero ha robado sobre todo el alma a millones de catalanes que creyeron en su país de piñata, en el catalanismo de arcipreste y campanario que él mismo desdeñó de palabra. Ha sido el arquitecto de una aspiración basada en el resentimiento. Motor de un patriotismo étnico que une sus lazos intangibles de familia bajo el epígrafe tragicómico de “juntos hasta la imputación”, tal como han demostrado Ferrusola y sus nueras, Anna Vidal, Laura Vila, Mercé Gironés y Sonia Soms. El cordón esotérico, con amor o sin él, de un gineceo salpicado de cuentas panameñas.

 

Todo empezó en su domicilio barcelonés de Ronda de General Mitre, rodeado de su prole, con mosén Fenosa en el cap de taula. Y todo acaba ahora, en las fuentes de los ríos pirenaicos, donde él empezó su viaje iniciático a la Cataluña profunda  para conocer la entraña del paisaje y del paisanaje, apuntada en su quaderni del  carcere: Des dels turons i a l’altra banda del riu (Pòrtic).