Las palabras tejen complicidades: “Apoyamos la ampliación del Decreto de Alarma, pero éste no es un cheque en blanco”; dicho lo cual, Inés Arrimadas se queda sola, pero no tanto: esta vez tiene a su lado a Luis Garicano y a Edmundo Bal, mientras deja colgado a Marcos de Quinto, un duro sin tragaderas políticas. El gesto de Inés acredita ahora la valentía del pasado. En su momento, ella le tomó el pulso a Prometeo. Derrotó al ídolo herético de los soberanistas, autoproclamados genios, frente al infra-hombre de las Españas, sin saber que se trata de un Vitrubio leonardiano, capaz de disimular su inmortalidad.
La líder de C’s tuvo entonces un mérito enorme. Hoy desafía la tutela de su hermano mayor, el PP, y pierde a sus antiguos amigotes, Juan Carlos Girauta y Carina Mejías que se bajan en marcha. Con su mirada al banco azul del hemiciclo se saca de encima al último niño de la política española, Albert Rivera, que desafió solo de boquilla al portentoso “voto mineral” de la derecha consolidada. Antes de Rivera, el penúltimo niño fue una chica, la señora Rosa Díez, un pasmo de mujer, que hoy calienta banquillo en el partido de Pablo Casado y le guarda un sitió a la misma Arrimadas; “por si te subes”.
Pero de momento, Arrimadas no se sube al estribo de Casado; al apoyar la prórroga de la alarma, debilita tácitamente al Trío de Colón, tierra baldía del centroderecha vocinglero y, al mismo tiempo, robustece a distancia un pacto presupuestario que el PSOE necesita antes de mayo. Ella fue un cuchillo en la garganta de los independentistas, pero aceptó oscurecer su perfil por el bien de la regeneración que nunca llegaría; fue en busca de Hispanobundía, como le llama Mauricio Wiesenthal al retrato de familia que descubre la España dormida después de Lepanto, aquella victoria naval inmortalizada en un cuadro de Tiziano. Quizá Inés no quiera ver que la misma España pasmada es la que ahora descabalga el Antiguo Régimen para instalar el moderno, sin haber pasado por Ortega, ni por Azaña, como diría el llorado Santos Juliá.
Inés no volverá a la política catalana. Esperará a que los aparatos del Estado le hagan el trabajo sucio para consolidarse en la capital. Y si regresara, encontraría el jardín yermo de un país condenado al entendimiento entre los patricios en desbandada y los managers que ocupan los puestos de mando. Casi nadie sueña ya en aquellos jóvenes que pudieron diseñar “un Podemos de derechas” (palabras de Josep Oliu, presidente del Banc Sabadell), con capacidad de convencer a los más receptivos, como Isidre Fainé, cima de la Fundación Caixa o a su mano derecha, Jordi Gual, Chairman de CaixaBank y acendrado profesor del IESE; al mismo Jaume Giró, redivivo maestro del public affaire o al presidente del Círculo de Economía, Javier Faus, el líder de Meridia Capital que alterna con Felipe VI junto a Marc Puig y el mismo Gual, sus dos vicepresidentes, en el prestigioso foro de opinión. Donde quizá podría convencer Inés, si está dispuesta a ejercer de bisagra en el arco parlamentario español, es en el actual Fomento del Trabajo, presidido por Josep Sánchez Llibre, el miembro más poliédrico de la clase dirigente catalana, protegido bajo la costra democristiana en la que caben liberales y socialdemócratas.
En el mundo de Arrimadas, no constan ya los apoyos fácticos. Se los tendrá que ganar de nuevo porque los pocos que podría tener se pasaron, antes del descalabro, al bando del socialismo nacional (hipérbaton de nacionalsocialismo) en el que piensa el independentismo. La transversalidad de Esquerra, por ejemplo, es un corte absolutamente radical; los republicanos buscan al catalán-ario, soñado un día por el eugenésico Heribert Barrera. El ideal genético resume un lamentable anhelo nacional siempre latente, como demostró la trayectoria de Bartolomé Robert, el doctor de la Lliga Regionalista, alcalde efímero de Barcelona y firme creyente de la raza catalana. De todo ello quedan unos cuantos libros acomodados en los anaqueles de la historia; las hojas muertas de un tiempo que reclama de una vez su descompresión.
Ciudadanos lo ha perdido casi todo; es un castillo de naipes caído, según los mejores sondeos. ¿Por qué esta caída? Porque el partido de Arrimadas prometió defender el entramado institucional y sin embargo abandonó su altar para repicar las campanas de una ideología exasperada. Cuando se desmorona la arquitectura institucional de la división de poderes, el Estado de derecho se convierte en una simple idea. Evanescente, como lo son casi todas.
Ahora, el partido naranja espera en Cataluña el apoyo casi imposible de una clase media que, después de atravesar el procés, ha encontrado en el cinismo su rasgo distintivo. Hemos ido de la rectitud patriarcal del modelo Buddenbrook hasta el eterno presente o la falsa apariencia. Los que hoy se llaman patriotas, mañana podrían acomodarse a las ventajas del heredero Aschenbach, con el uniforme de las SS, como Helmuth Berger en La caída de los dioses, la película de Visconti.
No nos hemos movido de sitio desde que el procés masacró las tablas de la ley (Estatut y Constitución). Después de aquello, Ciudadanos y el mismo PSC no fueron capaces de recoger los fragmentos de los códigos para juntarlos. Su misión era colocarlos de nuevo en lo más alto, como pide el detective Poirot en la novela de Agatha Christie, Asesinato en el Orient Express, la pequeña historia de un simbólico tren, detenido por una tormenta, en medio de los Balcanes.
Los políticos nacionalistas han convertido la razón en anatema. En aquellos funestos días de octubre, en la Ciutadella, las banderas constitucionales fueron arriadas hasta morder el polvo; y allí permanecen todavía, ante una cámara legislativa, huérfana de comicios y sumida en la ardorosa noche wagneriana.