En EEUU, el mundo republicano duro recompone sus naves en el ecuador de la legislatura demócrata. El hombre más rico del mundo, Elon Musk, se convierte en el primer accionista de Twitter y abre de nuevo las puertas del trumpismo. Cuestionó primero la libertad de expresión de la red, adquirió el 9% del capital de la red y entró en el comité de dirección de la empresa. Ahora, el organismo regulador de Wall Street, la SEC, le sigue los pasos a este cazador bajista. Sus pelotazos son conocidos; y este es uno más: adquiere una participación alta, coloca más dinero en acciones de la empresa a través de fondos opacos y en el momento del subidón revende. Resumen: su 9% en Twitter ha sido una ganga.
Todo lo hace al grito de ¡libertad!, el falso paradigma de los populismos que asolan el mundo; la bandera de los que anteponen el lucro a la belleza. Pocos días antes de su golpe de mano, Musk desafió a Putin a un duelo singular con Ucrania como moneda de cambio para el ganador. Le dijo: ¿aceptas el reto? Semejante mascarada sobre el sufrimiento de un pueblo atropellado por el autócrata. El éxito especulativo de Musk resulta escatológico.
El creador de Tesla es un potentado de estética informalista que se divierte con el dolor ajeno; un inventor de algoritmos, un saltimbanqui de los mercados, que propugna privatizar la NASA sin sentimiento cósmico; un Prometeo de las redes, un vector del amago y el engaño. Abrió las venas del sector del coche eléctrico y ahora saca pecho en las renovables a través de SpaceX, su actual holding. Jack Dorsey, el creador de Twitter, y el CEO de la plataforma, Parag Agrawal, han sido críticos repetidamente con las intromisiones de Musk. Pero cuando el magnate de origen sudafricano se ha plantado en la empresa, ambos han cerrado filas con la aportación de valor del nuevo accionista. Han sido burlados. Musk flirteó con la red alternativa, Truth Social, pero acabó entrando en Twitter. Y ahora, el aluvión conservador norteamericano espera que Donald Trump restablezca su cuenta en Twitter, que fue prohibida tras la criminal invasión del Capitolio.
El capital-populismo se reactiva a través de Blackstone y de la Fox. El presentador Pete Hegseth, en el programa Fox and Friends, habla de recuperar a Twitter que está en poder del “izquierdismo grupal”. Musk trolea a quienes se le oponen y se protege bajo la Oklahoma del petróleo y la ganadería pantalla, dominada por la ley del más fuerte. Es el individuo fugaz. Mientras él asciende, The New York Times se pregunta si estamos ante el “fin de la moderación de los contenidos”.
Las dos américas se enconan; la ultraderecha rompe moldes delante de Joe Biden, un presidente sin discurso, pero capaz de aplicar una política fiscal modelo New Deal. Se ha dicho que, por consejo de Kamala Harris, el presidente sigue a la keynesiana Mariana Mazzucato, autora de El Estado emprendedor (RBA) y profesora del University College de Londres. Pero el proyecto demócrata no es solo público; le acompañan el Silicon californiano, la economía de la cultura o el nuevo motor levantado sobre los restos del viejo Detroit. Se apoya en lo más selecto del sector privado.
La lucha entre el desorden trumpista y la asignación racional de la nueva economía se traslada ahora a la red; es el combate entre la vorágine y la medida; entre Steve Bannon y Brown Jackson (la nueva jueza de la Corte Suprema); entre Rupert Murdoch y Warren Buffett. Con el desembarco de Musk, Twitter corre el peligro de convertirse en el teatro de operaciones de un clima de inestabilidad civil, nunca visto en EEUU desde la Guerra de Secesión.