Camino de un otoño que se nos aparece como dramático, emerge algún que otro motivo que invita al optimismo. Así, es el caso de los fondos europeos orientados a recomponer los destrozos de la pandemia.
A finales de julio, los 27 estados miembros de la Unión Europea alcanzaron un acuerdo histórico al aprobar un fondo de 750.000 millones de euros para la reconstrucción y reforma de las economías más diezmadas por la crisis sanitaria. De dicha cantidad, algo más de la mitad en forma de ayudas no reembolsables y el resto como préstamos, asignándose a España hasta 140.000 millones de euros, al ser uno de los países más afectados por el coronavirus.
Lo más relevante, junto a lo que representa en sí mismo un monto tan elevado, es que se soportará en deuda común, lo que constituye un gran avance para el proyecto europeo. Un logro que se alcanzó tras limar unas diferencias enormes, dada la frontal oposición de los denominados países frugales con Holanda al frente. Sólo la perseverancia de los sureños, junto a la visión y sensatez de Angela Merkel, pudo facilitar un acuerdo en el que se incluye una serie de mecanismos para garantizar que las ayudas responden a las prioridades de los 27, y que los estados receptores emprenden una serie de reformas para avanzar hacia una economía más competitiva y sostenible.
En resumen, un acuerdo excelente para los intereses generales de nuestro país que, más allá de las críticas al alborozo infantil del presidente del Gobierno al presentarlo en el Congreso, ha dado lugar a reacciones tan preocupantes como paradigmáticas de nuestros tiempos.
Así, de una parte, la destrucción del adversario como prioridad política. Desde el mismo momento en que surgió la propuesta de emitir deuda conjunta de la Unión Europea para ayudar a las economías más dañadas por la pandemia, los de Pablo Casado no pudieron esconder su contrariedad. Pese a que las ayudas directas resultaban indispensables para evitar la tragedia económica y social, a los líderes del Partido Popular les dominaba el “cuanto peor, mejor”. Recordemos, como muestra de ello, las intervenciones de la, entonces portavoz, Cayetana Álvarez de Toledo, o la sintonía de la eurodiputada Dolors Montserrat con los frugales, animándoles a la “mano dura” con el Gobierno español.
Y, de otra parte, la autoexaltación de las virtudes de lo privado frente a lo público. Sólo así se entiende la fascinación por situar a un CEO al frente de la gestión de la pandemia o, recientemente, la propuesta de crear una comisión” independiente” para repartir los fondos, lo que, dicho de otra manera, es una forma de privatizar dichas decisiones, soportándolas en personas ajenas a un Parlamento elegido democráticamente por los ciudadanos.
Los diversos actores sociales y económicos han de hacer oir su voz en los debates acerca del reparto de los fondos, y a ellos corresponde el influir sobre unos u otros partidos políticos. Pero pretender que la distribución de hasta 140.000 millones de euros no se soporte en la arquitectura parlamentaria y de gobierno constituye un sinsentido, pues nada avala su mayor eficiencia y, en cualquier caso, no hace más que deteriorar y empobrecer nuestra vida pública.
Los fondos han de servir para recomponer nuestra diezmada situación social y económica y, aún a trancas y barrancas, acabaremos por conseguirlo. Más difícil veo recomponer nuestra deteriorada vida pública.