El Boletín Oficial del Estado (BOE) publicó el año pasado cerca de 200.000 páginas de prosa árida y esotérica. Tal masa de textos significa que los ciudadanos se desayunaron cada día, incluidos sábados, domingos y fiestas de guardar, con un mamotreto de 533 páginas repletas de regulaciones.

Es de subrayar que esa mareante cifra no abarca ni de lejos todo el arsenal jurídico que se carga a las espaldas del pueblo soberano. Hay que añadirle el Diario Oficial de cada autonomía y el Boletín de cada una de las provincias, que vuelcan sobre los contribuyentes otra rociada indigerible de disposiciones. Y aun hay que sumar a todo ello el torrente, cada vez más caudaloso, que día tras día emana de la Unión Europea para todo el territorio común.

Los preceptos que se estamparon en el BOE del año recién concluido comprenden 3 leyes orgánicas, 11 leyes, 39 reales decretos leyes, 1.192 reales decretos y 1.326 órdenes. Abarcan, además, una inmensa turbamulta de normas de rango inferior, tales como acuerdos, circulares, convenios, memorandos, resoluciones, adendas, enmiendas y correcciones de errores.

En este sufrido país, hoy azotado por la pandemia, el paro y la crisis, no parece sino que los políticos pretendan arreglarlo todo a golpe de dirigismo y boletines oficiales, en un trasiego inacabable de cambios y de cambios de los cambios.

La tabla anexa refleja el vendaval legislativo que ha vapuleado España en el decenio último. Ahorro al lector echar las cuentas. La adición arroja la friolera de 2,1 millones de folios.
 

DILUVIO DE LEYES
Año Páginas del BOE
2020 194.900
2019 217.000
2018 209.800
2017 225.900
2016 175.600
2015 232.600
2014 270.000
2013 173.300
2012 151.100
2011 253.300


Un buen ejemplo del desbarajuste imperante lo brinda la ley concursal, relativa a las situaciones de insolvencia. Entró en vigor en 2004, tras casi 30 años de discusiones y cabildeos en el seno de los órganos parlamentarios. Significó unificar en una sola figura, el concurso, los cuatro procedimientos existentes hasta entonces, a saber, la suspensión de pagos, la quiebra, el concurso de acreedores y la quita y espera.

La nueva ley fue instigada y apadrinada por el ministro de Justicia Juan Fernando López Aguilar, un canario de facundia exuberante. Y vio la luz entre una nube de elogios entusiastas. El aparato de propaganda del Gobierno Zapatero se empleó a fondo para celebrar el acontecimiento. Proclamó que la flamante figura del concurso se erigiría en utensilio perfecto para salvar del naufragio a las empresas y a los emprendedores por siempre jamás.

Pero pronto se vio que el texto recién nacido distaba mucho de ser una obra magistral. Presentaba incontables lagunas, algunas de ellas de dimensión oceánica. Incurría en contradicciones flagrantes. Y adolecía de yerros manifiestos, que hubo que corregir sobre la marcha.

En estos 16 años de vigencia, la rutilante ley sobre los fallidos se ha modificado ya nada menos que ¡28 veces! La última de ellas, el pasado mes de mayo. Tan espesa era la bazofia engendrada por impulso del ministro López Aguilar, que desde su promulgación ha habido que someterla a un continuo proceso de parcheo y depuración.

España padece, a todas luces, un exceso de reglamentos. Es imperativo que el andamiaje burocrático se dé un respiro y que los ministerios dejen de amasar, a paso de carga, órdenes y más órdenes con la pretensión de disciplinar la conducta de los ciudadanos hasta sus más recónditos detalles.

No está de más recordar a los clásicos. El francés Descartes sentenció hace cuatro siglos que los estados mejor estructurados son los que dictan pocas leyes, pero de riguroso cumplimiento.

Si tomamos la oración a la inversa, cabría deducir que el Estado benefactor y providencial que se ufana de ampararnos desde la cuna hasta la tumba, no es precisamente un prodigio de eficacia ni un modelo de organización, sino todo lo contrario.

Como dijo un jurista italiano, las leyes son como el papel moneda. Cuanto mayor es el número de las que hay en circulación, más menguado es su valor.