No hay palabras, decía hace unos días Eulàlia Vintró en un lúcido artículo, manifestando la perplejidad en que nos vemos sumidos ante el descorazonador espectáculo de unos partidos independentistas que se dicen decididos a formar un gobierno de coalición, pero que a lo largo de dos meses no han hecho sino intercambiar reproches y muestras de desconfianza. Por momentos, con mayor acidez si cabe de lo que lo hicieron a lo largo de la estéril legislatura anterior. Lo que desde luego parece no haber es un piloto a bordo. Ni coraje político por parte de quien se supone debería presidir la Generalitat, pero tiembla como una hoja sacudida por el viento ante las admoniciones del chamán de Waterloo.

A estas alturas, la única certeza es que un nuevo gobierno de ERC y JxCat está condenado de antemano a la impotencia y el fracaso. Eso si llega a formarse, si el interminable tira y afloja por el reparto de áreas de poder no prolonga el bloqueo hasta el 26 de mayo y nos aboca a una repetición de las elecciones. Una hipótesis, por cierto, que parece no desagradar a ciertos sectores del partido de Puigdemont, convencidos de que podrían revertir el sorpasso republicano. En cualquier caso, la irresponsabilidad de estas formaciones supera lo imaginable. Desde el mundo empresarial como desde los sindicatos, desde la sociedad civil hasta la prensa de distintos matices ideológicos, se elevan voces reclamando que se resuelva de una vez la investidura. Hay urgencias inaplazables de las que debería ocuparse un gobierno y que están desatendidas, para angustia de mucha gente. El ejercicio está ya avanzado y ni se sabe cuándo habrá presupuestos. Mientras tanto, bajo los repuntes de una pandemia que no termina, la incidencia social del parón económico se hace sentir dolorosamente en los barrios humildes.

Se están repartiendo las cartas, diseñando las prioridades y proyectos a que se destinarán los fondos europeos… y no hay en Barcelona un liderazgo claro, dispuesto a asumir el desafío de una transformación que determinará el semblante de Cataluña durante las próximas décadas, así como su lugar en España y en Europa. Bien, no se trata de que los partidos independentistas no muestren interés por los fondos europeos. De hecho, buena parte de sus disputas tiene que ver con ellos. Pero el debate no gira en torno a una confrontación de propuestas. Se trata de una encarnizada lucha por el reparto de aquellas áreas y departamentos sobre los que se supone lloverá el maná de los fondos y desde los cuales se podrán tejer las más influyentes redes clientelares.

El poder, la subsistencia de una nomenclatura tentacular y su ecosistema mediático y de negocios, dependientes del dinero público… Eso es lo que hay en juego. Los dirigentes independentistas no tienen ningún otro proyecto viable. La independencia sólo existió como espejismo y reclamo para unas clases medias deseosas de abrazar una solución romántica en medio de las incertidumbres de la globalización. Pero, tras el fracaso de 2017, no hay perspectiva alguna. Europa tiene otras preocupaciones. Incluso para España, Cataluña va perdiendo relevancia. Nadie cree seriamente que en parte alguna se vaya a negociar ninguna amnistía, ni referéndum de autodeterminación. Esas banderas sólo se agitan para mantener el vínculo emocional con una parte de la sociedad catalana, especialmente dolida por la dureza del castigo infligido por la justicia a los líderes del 'procés'. Pero aquella aventura no tiene más recorrido. Las discusiones acerca de vaguedades como “el embate democrático contra el Estado español” o sobre el papel tutelar del Consell per la República sólo demuestran la ausencia de cualquier hoja de ruta viable.

Son debates destinados a la parroquia. Hay que mantener encendida la llama de la sentimentalidad tras años de mentiras. ERC y JxCat se pelean por la hegemonía sobre lo que fue otrora el amplio espectro electoral del pujolismo, que unos y otros se encargaron de radicalizar para arrinconar a la izquierda y afianzarse en el poder. El genio se resiste a meterse de nuevo en la lámpara. Pero, además, el fracaso no ha hecho sino agriar su carácter y acentuar sus rasgos etnicistas más reaccionarios. Todo eso explica la aspereza de unas negociaciones que, de hecho, ni siquiera lo son. Y explica por qué, a pesar de odiarse, posconvergentes y republicanos pretenden seguir coaligados, abrazándose como dos boxeadores sonados para no morder la lona. Añadamos que el acuerdo entre ERC y la CUP ha quedado reducido a un mero incidente, una maniobra fallida de Pere Aragonés para sacar algo de pecho. Todo el mundo sabía que las medidas de ese pacto iban a valer lo mismo que anteriores planes de rescate social; es decir, nada. La CUP siempre acude a la llamada de la derecha nacionalista. Estos días hemos podido comprobarlo una vez más cuando se ha planteado la sustitución de Jaume Alonso-Cuevillas en la Mesa del Parlamento.

Vamos, pues, de cabeza a otro fracaso, a una pérdida de tiempo y oportunidades que nuestra sociedad no puede permitirse. O sea, camino de ahondar en una decadencia que constituye ya un hecho irrefutable. Los indicadores económicos, la pérdida de vitalidad cultural y social, así lo demuestran. La cuestión, ahora, es cómo salir de semejante atolladero. 

Con el atasco de la investidura se han multiplicado las propuestas y especulaciones acerca de posibles fórmulas gubernamentales a partir de la actual configuración del Parlament. Que si un gobierno de ERC en minoría, apoyado críticamente por Junts. Tal vez un ejecutivo de ERC y los comunes, apoyado desde fuera por el PSC --contando con que ese esquema interesaría a Pedro Sánchez y los socialistas catalanes se avendrían disciplinadamente a desempeñar un papel subalterno. O quizás…

La mayoría de esas cábalas se basan en combinaciones aritméticas. Pero esquivan las dos cuestiones decisivas, aquellas que determinarán la viabilidad y la estabilidad de un ejecutivo: el rumbo que éste pretende imprimir al país tras una década de procés… y la mayoría social, la alianza de clases, sobre la que cuenta asentar su obra de gobierno. Ambos aspectos están entrelazados. Que las clases menestrales, urbanas y rurales, sobre las que se apoya ERC, estén necesariamente llamadas a formar parte, bajo una u otra forma, de un acuerdo nacional de progreso, no quiere decir que esa formación esté en condiciones de liderarlo. Ni siquiera lo está de gestionar una salida al actual marasmo institucional. Los números dicen que ERC podría optar por dos mayorías distintas. Pero la realidad demuestra que los dirigentes de ERC, atrapados en las mallas de su propio relato y formados en una lógica de gestión liberal, siguen aferrándose a una entente con la derecha nacionalista: una alianza entre las élites mesocráticas, la pequeña burguesía, las profesiones liberales e incluso algunas capas superiores del sindicalismo.

Ese bloque inestable es incapaz de definir un proyecto que vaya más allá de sus propias ambiciones limitadas y mediocres. Tampoco sería capaz de vertebrar al país ante los desafíos de un tiempo de grandes transformaciones. Todo lo contrario: es un bloque que se agrupa dando la espalda a las clases trabajadoras y populares. El enfrentamiento de sentimientos nacionales que ha promovido el independentismo envuelve en realidad un conflicto social. La ilusión de una pequeña República próspera en un mundo global no ha sido más que eso: la ensoñación egoísta e insolidaria de unas clases medias desconcertadas, replegándose sobre un demos cada vez más estrecho. Los insistentes llamamientos de la izquierda alternativa para formar parte de un gobierno progresista capitaneado por ERC --aparte de la sorprendente desenvoltura con que se insta al partido que ganó las elecciones, el PSC, a callar y a pagar la ronda-- ignoran todo eso… y no hacen más que retrasar la configuración del único bloque social que puede sacar al país del ensimismamiento y la degradación.

Es el bloque entre la clase trabajadora y las clases medias, empezando por sus sectores más plebeyos. Un bloque orientado a reactivar y modernizar la vida económica --desde el diálogo con el mundo empresarial, pero con firmes criterios de equidad social, ecológica y de género--, a cerrar las heridas del 'procés'  --¡ojalá los indultos contribuyan a ello!--  y a promover un autogobierno eficiente. Semejante impulso sólo es posible desde la cooperación multinivel de las administraciones --y no desde una tensión permanente, azuzada contra España, que desgarra a la propia sociedad catalana. Y eso se llama federalismo. Por ello, es inútil seguir implorando a los dirigentes de ERC que demuestren un coraje del que son orgánicamente incapaces. Si realmente queremos empujar a la representación de la pequeña burguesía hacia un entendimiento con las clases populares, urge reforzar ese polo de la izquierda social y federalista que encarna el electorado de socialistas y comunes. Cualquier otra cosa es perder el tiempo.

Hoy por hoy, cualquier pronóstico sobre la concatenación de los próximos acontecimientos resultaría temerario. Puede que tengamos que soportar el suplicio de un nuevo gobierno independentista, tan inoperante como los anteriores, aunque acaso de corta duración. En cualquier caso, la salida del empantanamiento exige claridad en las alianzas y la propuesta de un nuevo horizonte para el país.