Si se confirma que el Gobierno llevará al Congreso de los Diputados un proyecto de reforma de los artículos del Código Penal de 1995 relativos al delito de sedición –no sabemos cuáles; el Capítulo I del Título XXII, Delitos contra el orden público, comprende del 544 al 549—, repetiremos parte de la polémica, que no debate sereno, suscitada con motivo de los indultos.

Se conjeturará (mucho) sobre si la medida, que, al parecer, consistiría en reducir el tipo penal a la mitad del actual, puede tener la utilidad social de mejorar la situación política en Cataluña, como sí ocurrió con los indultos. Hoy el apoyo social a la independencia está en retroceso por diversas razones, una, sin duda, gracias a los indultos. Apenas se ven lazos amarillos en el espacio público, cuando la actitud de muchos de los dirigentes e ideólogos independentistas sigue siendo incendiaria.

Los indultos y la reforma del delito de sedición son entidades distintas. Los indultos parciales beneficiaron a nueve de los condenados por el Tribunal Supremo en 2019 y al ser el indulto una medida individualizada se agota en sí misma y la responsabilidad en la adopción fue exclusiva del Gobierno.

Tocar el delito de sedición, reduciendo el tipo penal, es generalizar una medida, proyectarla hacia presuntos autores de actos futuros tipificables como delito e implicar al poder legislativo al tener la reforma que ser aprobada por mayoría absoluta de los diputados, requiriendo la modificación o derogación de la reforma el mismo procedimiento.  

En el inicio de la polémica por la reforma se confunden y entremezclan dos niveles, el jurídico y el político, que debieran mantenerse separados.

En lo jurídico, se justifica la necesidad de la reforma para alcanzar una homologación con figuras y tipos penales de otras legislaciones europeas que, precisamente, son de difícil equiparación con los del Código Penal. Buscar la comparación semántica entre figuras delictivas en torno a la sedición no sirve para deducir que hay que rebajar las penas. La denominación jurídica de determinados delitos es específica de cada país.

Son los bienes jurídicos protegidos y los actos que los conculcan lo que hay que comparar. Se pone con frecuencia el ejemplo de Alemania, donde el delito de alta traición, consistente fundamentalmente en cambiar el orden constitucional, puede conllevar hasta cadena perpetua revisable, pero es un delito que en su ejecución contiene elementos de la rebelión y de la sedición.  

La sedición del artículo 544 contempla el alzamiento público y tumultuario para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las leyes, lo que incluye, insoslayablemente, la primera de las leyes, la Constitución. El bien protegido común en la legislación alemana y en la española es pues el orden constitucional, es a partir de esa coincidencia y según la modalidad de la ejecución que habría que comparar las penas.

Los defensores de la reducción de los tipos penales alegan la falta de proporcionalidad de las penas con los actos constitutivos del delito de sedición. Es una consideración opinable dado el alto valor del bien protegido. En todo caso, el artículo 547 permite a jueces o tribunales en la cuantificación de la pena rebajarla en uno o dos grados, con lo que cabe remediar la supuesta desproporción.

En el terreno político, habría que subrayar que no se aprecia una demanda social de reforma del delito de sedición. Es más, nos hallamos ante el absurdo de que los dirigentes independentistas que fueron condenados por sedición al afirmar con tenaz insistencia que no cometieron delito alguno están implícitamente negando la necesidad de suprimir el delito “no cometido” o de reformarlo.

ERC es el principal impulsor de la reforma desde la órbita independentista. Tiene dos máximos dirigentes que saldrían beneficiados: Oriol Junqueras, que vería reducido el tiempo de inhabilitación, y Marta Rovira, huida a Suiza, que, según la reducción del tipo, de entregarse a la justicia, no tendría que cumplir prisión preventiva. Ambos, que tan decisivo papel tuvieron en los hechos delictivos de octubre de 2017, en la perspectiva de beneficiarse, si no a cambio, sí por un mínimo de honestidad, deberían reconocer sus errores.

El otro gran beneficiado sería Carles Puigdemont que, con ventajismo, niega tener interés en la reforma, cuyos beneficios le serían aplicados automáticamente, mientras hace gala de contumacia en la voluntad de repetir los actos por los que ha sido procesado.

El intento de desgastar al Gobierno, en particular a Pedro Sánchez, como cuando los indultos, está servido.

Las dudas razonables sobre la oportunidad de la reforma no empecen la valoración positiva de la política social del Gobierno –baremo por el que tiene que ser juzgado todo gobierno—, política social que nunca habrían igualado en solidaridad y eficacia, ni de lejos, los tres principales partidos, PP, Vox, Ciudadanos, que apuestan por el desgaste.