Manuel Cruz: “Hay que tener pasión por la razón

Manuel Cruz: “Hay que tener pasión por la razón"

Pensamiento

Manuel Cruz: "Hay que tener pasión por la razón, no por las consignas"

El filósofo reclama a los independentistas que respeten el principio de la realidad, y que se abandone un "preocupante ensimismamiento colectivo" en Cataluña

13 mayo, 2018 00:00

Manuel Cruz (Barcelona, 1951) se toma su tiempo. El que él reclama para asumir una visión de conjunto, el que es necesario para que, como individuos, podamos acompasar nuestros proyectos personales con proyectos comunitarios que nos aporten la idea de que somos sujetos históricos. Lo explica muy bien en Ser sin tiempo, donde juega con la obra de Heidegger, Ser y tiempo. Este catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona, ha publicado más de veinte ensayos, entre ellos Escritos sobre la ciudad (y alrededores) o Tolerancia o barbarie. Sin embargo, aceptó el reto y bajó a la arena, y es diputado en el Congreso en el grupo parlamentario del PSOE, elegido en la lista del PSC al Congreso por Barcelona. Asegura que “la pasión se debe poner en la razón, y no en las consignas”, en un claro rechazo al enfrentamiento sentimental que se ha provocado en Cataluña con el proceso soberanista. Ve en la elección de Quim Torra como candidato a la presidencia de la Generalitat un mal síntoma, y advierte del “preocupante ensimismamiento colectivo” que se vive en Cataluña. Federalista convencido, cree que se deberá reformar con la introducción de alguna cláusula de cierre que impida que alguien quiera “derribar el edificio entero”.

--Quim Torra es el elegido. ¿Qué le parece la designación y la persona de Quim Torra?

--Empezando por lo segundo, los elementos de los que disponemos para juzgar la figura de Quim Torra no invitan al optimismo, ciertamente. No solo por sus ya famosos tuits, sino también por su tarea al frente del Born o incluso por sus encendidas intervenciones parlamentarias, que le colocan más cerca del grupo de lo que se suelen llamar los hiperventilados, que de los más templados y razonables. Por lo demás, si hemos de valorar al avalado por el avalista, los motivos para el pesimismo aumentan aún más, si cabe. Por lo que respecta a la designación por parte de Puigdemont, cuesta, a estas alturas, encontrar términos que la describan adecuadamente. En todo caso, a quienes tanto amor declaran a las instituciones catalanas les debería abochornar el espectáculo de un ya expresident indicándole a todo un futuro president de la Generalitat las tareas que le corresponden y aquellas que no le competen. No porque lo diga ley alguna sino sencillamente porque han quedado asignadas a un órgano que se ha inventado el heredero de Mas. Preferiría equivocarme, pero mucho me temo que cuando tome posesión Quim Torra como president lo que de verdad se iniciará será la precampaña de las próximas autonómicas y que todas las actuaciones del futuro govern irán dirigidas a propiciar el clima social (agraviado, obviamente) que permita al independentismo afrontarlas en las mejores condiciones. El resto de la campaña correrá a cargo del Tribunal Supremo. 

--Es usted un filósofo en el Congreso. Rubert de Ventós, filósofo también en la cámara parlamentaria, noveló su experiencia en El cortesà i el seu fantasma, con sentencias como “la democracia es el totalitarismo de las apariencias”. ¿Con el tiempo transcurrido, suscribe aquella frase? ¿O ha pasado precisamente lo contrario en Cataluña, donde se han abandonado las formas, y, por tanto, se ha roto la democracia?

--Creo que con el tiempo transcurrido a lo que he aprendido es a valorar cada vez más la democracia, por lo que me cuesta suscribir la frase de Rubert. En primer lugar, porque respeto a las apariencias no equivale a totalitarismo de las mismas. Y, en segundo, porque las apariencias no necesariamente han de significar lo engañoso o lo falso. La apariencia que uno ofrece no tiene porqué pretender esconder nada, sino mostrar aquello que queremos compartir con los demás. No respetar las formas es, en el fondo, una forma de no respetar al otro y, en esa misma medida, expresa una profunda desconfianza hacia la democracia, que el independentismo querría ver reducida -como en tantos países poco democráticos ha ocurrido- al mero trámite de votar, cuanto más entusiasta y unánimemente, mejor.

--Usted es un defensor del federalismo, ¿se habla de ello, pero nadie se lo toma en serio, como un proyecto realmente posible para España?

Tan posible es el federalismo que, como se sabe, en algunos textos de constitucionalismo comparado aparece nuestro Estado de las autonomías como un Estado federal. Tal vez sea que quienes dicen no tomarse en serio el federalismo lo que no se toman en serio es el estado de las autonomías. En todo caso, en reiteradas encuestas acerca de cuál sería la mejor opción a la hora de reformar el Estado que tenemos, los partidarios de una reforma federal del mismo acostumbran a formar un grupo muy numeroso, incluso el mayoritario en muchas de ellas.

--El independentismo se queja de que en el resto de España no hay nadie que les apoye, que la izquierda ha renunciado a sus principios. ¿Es cierto? ¿O es el independentismo el que ha renunciado a auscultar la realidad?

--No veo ninguna relación entre no apoyar el independentismo y renunciar a los ideales de izquierda. Más bien al contrario, si algo se ha criticado mucho, y con argumentos muy sólidos, es que la izquierda renunciaba a su inspiración fundacional, sustancialmente internacionalista, cuando coqueteaba con el soberanismo nacionalista. Bertold Brecht lo expresó de forma tan rotunda como clara: "El nacionalismo de los de arriba sirve a los de arriba. El nacionalismo de los de abajo sirve también a los de arriba. El nacionalismo, cuando los pobres lo llevan dentro, no mejora: es un absurdo total". Y puestos a citar a los clásicos, algunos de los que consideran muy de izquierdas cuestionar por principio los marcos legales (y disparatan con afirmaciones del tipo "desobedeceremos las leyes que nos parezcan injustas", oficiando de esta manera como entusiastas palmeros de los independentistas) deberían recordar la contundente afirmación del joven Marx en uno de sus artículos en La Gaceta Renana: "Un código de leyes es la Biblia de la libertad de un pueblo". En cuanto al último punto de la pregunta, me permitiría retocar su formulación y diría que, más que renunciar a auscultar la realidad, lo que le ha ocurrido al independentismo es que ha perdido por completo el principio de realidad.

--Las palabras son la herramienta de un filósofo, las concepciones para conocer o acercarse a la realidad. ¿Es ese el problema central para poder superar el problema catalán, la falta de consenso sobre qué significan ideas o conceptos como presos políticos, libertad o proceso democrático?

--Sabemos que las palabras tanto pueden servir como herramientas que faciliten nuestro conocimiento de la realidad como para lo contrario, esto es, para oscurecerlo y confundirnos. De esto tuvimos múltiples pruebas en Cataluña desde bien temprano y afectó a lo más básico, a los nombres con los que designábamos la realidad. A tal punto ha llegado entre nosotros la instrumentalización interesada del lenguaje que en cierta ocasión me permití en público la pequeña broma de constatar lo absurdo que resulta que en Cataluña haya personas que afirmen que “España nos roba”, mientras que en las secciones meteorológicas de la televisión pública catalana se informa de que “llueve sobre el Estado español”, cuando, en todo caso, lo lógico sería formularlo a la inversa y decir que “el Estado español nos roba” y que “llueve sobre España”.

--¿Por tanto?

--Pues que por lo que respecta a las ideas y conceptos, no deja de ser significativo que el independentismo presuma, como uno de sus mayores éxitos, de su eficacia comunicativa, de su capacidad para acuñar eslóganes y consignas extremadamente útiles desde el punto de vista de la movilización. El único problema es que no resisten el menor análisis crítico, desde aquel inicial "derecho a decidir" a los más recientes "volem ser un pais normal", "libertad presos políticos" y similares. Y de ello lo que se desprende es un deterioro creciente del discurso público, de la capacidad colectiva para dialogar e intentar llegar a acuerdos. O, dicho al revés, lo que se produce es un inquietante ensimismamiento colectivo en el que ideas o conceptos no están al servicio del conocimiento sino de la mera ratificación de aquello de lo que ya se viene convencido de casa.

--¿Hay verdades posibles que todos debamos respetar para superar la fractura en Cataluña?

--Por supuesto. La situación es muy preocupante, pero sin duda cabe tanto reconstruir consensos como construir otros nuevos. Pensar los dos bloques en los que hoy parece dividida y enfrentada la sociedad catalana en términos de ejércitos homogéneos, compuestos de elementos perfectamente iguales entre sí y que, por añadidura, cada uno de ellos estaría hecho de una sola pieza, es pensar equivocadamente lo que hay. Si, hablando en general, podemos entendernos con los otros, por diferentes que sean en muchos aspectos, es porque también compartimos cosas con ellos, y es esta dimensión compartida la que puede ser la base para nuestros acuerdos. Si los otros fueran completa y absolutamente diferentes, ni tan siquiera la más mínima comunicación sería posible.

--¿Un campo de juego común?

--La perseverancia en el enfrentamiento, la obstinación en marcar las diferencias, obliga siempre a una cierta violencia sobre uno mismo, a negar la evidencia de que en el fondo todavía todos nos parecemos mucho en muchas cosas. Quizá deberíamos empezar por reivindicar la heterogénea complejidad que nos constituye a todos y cada uno de nosotros, celebrarla como riqueza (y no como impureza) y, desde esa premisa, acercarnos a aquellos con los que estamos en desacuerdo.

--Usted es ahora diputado, una de las ideas que se ha defendido desde la transición es que en España apenas se ha manifestado el llamado nacionalismo español, que el independentismo exhibe para justificar su causa. ¿Lo comparte?

--No deja de resultar llamativa la tendencia del independentismo de presentar como presuntos agravios actuales los mismos que, a veces incluso repitiendo los términos, lleva décadas denunciando. Cuando los hoy independentistas eran solo nacionalistas (o al menos eso decían) una de sus afirmaciones favoritas era ya entonces la de que todo el mundo era nacionalista de alguna nación. Y cuando alguien les contra-argumentaba que él no se consideraba nacionalista, ellos replicaban que también lo era, solo que no lo sabía. Una argumentación ciertamente pintoresca, en la que el nacionalista pontificaba como si dispusiera de una especie de rayos X del alma que le permitían ver en lo más recóndito de su interlocutor lo que a este mismo le pasaba inadvertido. Pero, más allá de lo pintoresco, semejante planteamiento incurre una confusión intencionada. Porque una cosa es que las personas puedan albergar sentimientos de pertenencia o identificarse emotivamente con elementos del propio entorno (cultura, paisaje, creencias...) y otra, bien distinta, es que de ello se pueda derivar nacionalismo en sentido mínimamente fuerte y propio. Derivarlo siempre fue una conclusión tan injustificada como interesada.

--¿Es posible en España, realmente, una apuesta por la idea de Habermas, del patriotismo constitucional? ¿Sería posible con una reforma a fondo de la Constitución que pusiera unas nuevas bases?

--Soy consciente de que la expresión "patriotismo constitucional" a algunos les puede sonar a un constructo teórico abstruso y extraño, que intenta reunir en una sola expresión dos conceptos de naturaleza en apariencia antagónica, pero tal vez habría que recordar que la consigna que reunió a todos los demócratas con ocasión del intento de golpe de Estado de Tejero fue precisamente "Con la Constitución", que fue contra lo que se había alzado el siniestro teniente coronel. O que la consigna más reiterada en Cataluña en los albores de la democracia era "Llibertat, amnistia i Estatut d´autonomia". El patriotismo de la constitución no es una premisa de la que partir sino, si acaso, un horizonte deseable, un objetivo a alcanzar, en la medida en que significaría una sentida adhesión colectiva a un orden legal comúnmente aceptado.

--Da la sensación de que el soberanismo ha conseguido llevar el debate político al terreno de las emociones y que ahí la izquierda no ha sabido manejarse…

--Ciertamente, la izquierda no ha sabido oponer, frente al relato y la simbología de la(s) derecha(s), un relato y simbología propios. Emparedada entre la España cañí del PP, que enarbola la rojigualda con el toro en su centro, y la España presuntamente posmoderna de Ciudadanos, con ese corazón que alberga las tres banderas (catalana, española y europea), la izquierda apenas ha balbuceado, en un sector, consignas como la de la España federal o la de la nación de naciones, ambas con dudosa capacidad de arrastre planteadas sin más, a palo seco, y, en el otro, un neopatriotismo que luego, a la hora de las elecciones catalanas sus propios defensores ha preferido mantener en el cajón (¿o es que el sr. Xavier Domènech es patriota español en el Congreso de los Diputados y no patriota catalán en el Parlament de Cataluña?). Pero lo más importante es que simbología y relato han de tener detrás un genuino proyecto político susceptible de ser debatido en la plaza pública. No se trata, entiéndaseme bien, de oponer de nuevo -como tanto le gusta a algunos discursos que convierten el sentiment en el alfa y omega de su opción política- razón y pasión. Se trata de intentar que tengamos todos auténtica pasión por la razón y no por las consignas, que seamos capaces de trasladar esa pasión al debate político, enriqueciéndolo con ideas y argumentos que sustituyan al consignismo de las emociones, que parece estar alcanzando su apoteosis, al menos por el momento, con la campaña de los lazos amarillos. Es malo para la sociedad que aquellos partidos que se apunten a identificaciones emotivas fuertes siempre jueguen con ventaja, sobre todo si es por incomparecencia del adversario.

--Una de las cuestiones centrales que a menudo surge en el debate sobre el estado de las autonomías es que no se cerró el modelo que se quería introducir. ¿Lo ve necesario ahora?

--Sin duda. Si algo ha quedado claro es que las indeterminaciones y ambigüedades fundacionales del texto constitucional han constituido una grieta que ha sido utilizada por algunos para intentar dinamitar el entero edificio en el que vivimos. Pero quede claro que esta respuesta mía todavía no prejuzga el signo del cierre, solo señala la necesidad de que lo haya. Lo normal debería ser tener un modelo cerrado: lo anormal es tenerlo permanentemente indeterminado, y que esa indeterminación sea fuente de problemas. En el bien entendido de que cerrar un modelo no implica renunciar a reformarlo, sino dibujar con claridad los ámbitos en los que poder hacerlo (Alemania, en la que últimamente tanto gustan de mirarse nuestros independentistas, incorporó a su constitución  cláusulas de intangibilidad) y las reglas de las que servirse para ello.