El debate sobre los usos de las lenguas en Cataluña ni es actual ni se inició en la Transición, ni en el franquismo, ni en la dictadura de Primo de Rivera. Tampoco fue en el siglo XIX, ni en el borbónico dieciocho, ni en el convulso siglo XVII. Hay que remontarse a fines del XV, cuando impresores de procedencia alemana y libreros barceloneses, algunos de origen judío, implantaron la imprenta y se dedicaron al negocio de multiplicar libros y de encuadernarlos. Unos impresos eran más rentables imprimirlos en castellano o en latín, otros lo eran en catalán.

La Inquisición tampoco tuvo intención alguna de eliminar el catalán y sus múltiples variantes como lengua más usada entre los habitantes del Principado. Ni siquiera lo intentaron los jesuitas, empeñados en educar a los hijos de la nobleza en lenguas de mayor proyección. Eso sí, la mayoría de las élites de aquí y de allá estaban convencidas que era más práctico que la lengua administrativa fuera el castellano o español. La utilidad y no un argumento desnacionalizador estuvo detrás de ese empeño.

Es innegable que siempre ha habido políticos y/o ideólogos españolistas o catalanistas --según el caso y el momento-- obsesionados con poner la lengua en el centro de sus batallas identitarias. Es comprensible que en los últimos 500 años hayan existido escenarios donde en lugar de conflictos han surgido paradojas lingüísticas cotidianas. Pongamos un ejemplo reciente, entre tantos. En los años del tardofranquismo, y coincidiendo con el aluvión poblacional castellanohablante, la única lengua oficial era el español, pero en el día a día la lengua A era el catalán. Es decir, en los municipios los papeles oficiales estaban impresos o debían ser redactados en castellano, pero la lengua hablada en la mayoría de los consistorios era el catalán. Y si en los colegios nacionales la lengua vehicular era el castellano, la lengua del patio o de la calle era el catalán o el castellano, o ambos, según el lugar donde se estuviese. Se comprende también que hubiese misas en castellano y en catalán, siendo el cura el que decidía en qué lengua se hacía el oficio de las 12.

Ni en la Cataluña interior ni en el cinturón barcelonés hubo una práctica lingüística uniforme, otro asunto fue el de los discursos oficiales, españolista con el franquismo o catalanista con el pujolismo, que impusieron con medidas coercitivas y represoras --sobre todo en el ámbito educativo público-- el uso de una lengua y no de otra. Y, pese a todo, siempre ha habido resistencias y transgresiones. Así, en el franquismo, el catalán se convirtió en un símbolo de la protesta nacionalista o de las izquierdas frente a la dictadura, pese a que el catalanismo franquista dominaba en las instituciones del régimen.

Ahora, la resistencia civil al movimiento ultra y oficialista del procesismo está tomando el castellano como símbolo de protesta. Es cierto que no es nueva esta resistencia, pero había sido minoritaria desde que surgió en 1980. El cambio actual es cuantitativo y, sobre todo, cualitativo. Empiezan a ser decenas de miles los catalanes que rechazan el uso totalitario de una única lengua, y de manera organizada o a título individual son muchos los que han trasladado su negativa a hablar en catalán en muchos espacios como protesta activa y de desobediencia civil.

Junqueras, en su época de alcalde, pudo ser el primero que comprendió que, ante la imposición, esta respuesta podría suceder. De ahí que propusiese al preventivo (preservativo han dicho algunos) Rufián con el objeto de ocultar a los desinformados la intención supremacista de la política lingüística del catalanismo. Sin duda, el producto le está funcionando, visto el papanatismo o la confusión mental con que gentes que dicen ser de izquierdas reaccionan ante el populismo tuitero del personaje en cuestión.

La apuesta de ERC por el goteo generacional --como vía para que triunfe el independentismo en unas plebiscitarias en menos de diez años-- puede fracasar si la simbólica resistencia con el castellano como protesta y desobediencia termina por extenderse en el cotidiano discurrir en Barcelona y en su cinturón. Es cuestión de intención y de tiempo. Atentos.