Si hacemos abstracción del contexto y nos fijamos solo en la descripción desnuda de los hechos, alguien que no supiera gran cosa de lo que ha pasado en Cataluña desde 2012 no entendería nada. Básicamente, no se explicaría a qué se debe la calma en la que hemos entrado en relación a lo que el independentismo califica de “conflicto político”. En 2017, tras cinco años de amenazas, el Govern impulsó un referéndum de secesión ilegal y el Parlament declaró infructuosamente la independencia. Cuatro años después, los partidos separatistas tienen más diputados que nunca en la cámara catalana y se vanaglorian de que por primera vez obtuvieron más del 50% de los votos en las elecciones del pasado 14 de febrero. Sobre el papel, la tensión tendría que estar al rojo vivo. Y, sin embargo, la agenda de lo que coloquialmente seguimos llamando el procés está más deshinchada que nunca, el “problema de Cataluña” ha dejado de preocupar a la opinión pública española, y en el resto de Europa el asunto no le interesa a nadie. Como colofón, la capacidad de la antes todopoderosa ANC para la agitar la calle a diez días de la Diada está en horas muy bajas.

Por último, si se hiciera una encuesta sobre el grado de conocimiento del nombre del nuevo presidente de la Generalitat, nos encontraríamos con la sorpresa de que un porcentaje significativo de la ciudadanía no sabe quién es o tiene una idea muy difusa sobre qué pretende. En sus primeros 100 días, Pere Aragonès, no ha dado un solo titular y sobre los dos asuntos que han sido noticia este verano, y en los que el Govern tiene algo que decir, la posible ampliación del aeropuerto de El Prat y los Juegos Olímpicos de Invierno 2030, su posición ha sido escurridiza en extremo. No ha liderado nada. Puede que en comparación con Artur Mas y todos los otros presidentes independentistas que le han precedido, el actual inquilino del Palau de la Generalitat acabe resultando el más útil para la gestión del autogobierno, pero su falta de carisma tanto en el Parlament como en las entrevistas y declaraciones públicas es muy notoria. De hecho, en la propia campaña electoral, ERC no hizo carteles con el lema, “Aragonès, president” porque su figura no era un activo, como tampoco lo es ahora y puede que no lo sea nunca.

Para el Gobierno español, Aragonès resulta inofensivo. Ahora mismo su máxima aspiración es que Pedro Sánchez acuda a sentarse en la nueva reunión de la mesa de diálogo que se celebrará dentro de 15 días en Barcelona, para confirmar lo que ya se dijo en el primer encuentro de febrero de 2020, cuando el president era Quim Torra. Aragonès quiere que se vuelva a solemnizar que existe un conflicto y que ambas partes desean que se resuelva políticamente, sabiendo de sobras que en los dos próximos años no habrá ni referéndum ni amnistía. A lo más que aspira es que la Moncloa se avenga a abrir un debate sobre una metodología que conduzca a celebrar un referéndum en el caso de que exista de forma sostenida en el tiempo una mayoría de más del 60% de los catalanes a favor de ser preguntados, (copiando la nueva propuesta escocesa) y si es antes de 2030, mejor.

Aragonès sabe que todo eso es muy difícil, por no decir imposible, pues sin un cambio constitucional, la secesión pactada es imposible, y la otra, la unilateral, ya se vio en 2017 que era tan impracticable como catastrófica para sus protagonistas. Tras esa experiencia, se ha vuelto un pragmático y se conforma con que el Gobierno haga durar el teatrillo de diálogo, que en ERC venderán como proceso de negociación, hasta mediados de 2023, sin que los Presupuestos de Sánchez peligren. Así pues, pese a las amenazas que de vez en cuando dejará caer Gabriel Rufián desde la tribuna del Congreso, Aragonès resulta inofensivo, tanto como gris es su carisma de líder. ¿Podrá soportarlo un movimiento independentista que de vez en cuando necesita un chute de droga dura?