Uno de los fenómenos más curiosos, más interesantes, del procés nacionalista, es que unas docenas de señores y señoras que vivían y estaban llamados a seguir viviendo muy bien como la clase dirigente durante las próximas décadas, como patricios, como señores de una de las regiones más prósperas, pacíficas y burguesas del mundo, es decir en Cataluña, hayan acabado unos en la cárcel, otros fugados de la justicia y otros afrontando pleitos, embargos y multas.

Y no por una fatalidad histórica o social; no porque --por ejemplo-- haya aparecido en las costas una flota de drakkars vikingos llenos de guerreros brutales que hayan venido a someter o matar a quien les oponga resistencia y a despojarles de sus tesoros. En casos así, es verdad que a la clase dirigente no le queda más remedio que salir a plantar batalla a los vikingos de turno, y vencerles o morir. Eso es algo que ha pasado una y otra vez a lo largo de la historia, pero no ha sido esta vez el caso.

Tampoco se ha tratado, como todos sabemos, de un grupo de personas desvalidas que empujadas por la extrema necesidad infringieron una ley injusta: entraron, por ejemplo, en el coto privado del rey, donde osaron matar un gamo para dar de comer a su desnutrida prole, pero les pillan los guardabosques y pagan en la horca las consecuencias del crimen al que las terribles circunstancias les habían empujado inevitablemente…

No, lo más chocante, en el caso de los presos y fugitivos del nacionalismo catalán, lo que más invita a la meditación, era la absoluta innecesariedad y gratuidad de su apuesta perdedora y de su destino patético: que, con lo mucho que evidentemente le gustaba a esa gente (¡y a quién no!) la buena vida, la vida muelle, la buena cocina, el poder y la influencia social, y pudiendo disfrutar de todo eso hasta la muerte, se hayan encaminado fatalmente, paso a paso, y porque sí, hacia una vida que es objetivamente mucho peor.

Insisto: no estamos hablando de un rey picto y sus caballeros enfrentados con la espada en la mano a una invasión de los northumbrios, ni de muertos de hambre que se echan al camino a ver si pueden birlarle a alguien una bolsa, o desnucarle para quedarse con su asno, o sea, de gente sin alternativa. No, estamos hablando de chicos que, por lo que se sabe de ellos --y con todo el respeto debido a los que sufren-- cabe imaginar así: 

Chicos de buena familia, bien alimentados, educados en colegios buenos, licenciados en una universidad, enchufados desde jóvenes en cargos de poca responsabilidad pero buen sueldo, para que disfrutasen pronto de las dulzuras de la vida y se fuesen fogueando en la Administración del Territorio. Estudiaron inglés, en veranos dublineses, y alguna noche, en una folclórica taberna, cantaron, con una pinta de cerveza negra en la mano, Oh Danny boy a coro con unos indígenas muy simpáticos. En cuanto alcanzaron la edad legal se sacaron el carnet de conducir y sus padres les financiaron su primer coche. Viajaron. Nunca pasaron necesidad. Probaron con una chica, dos, tres, cuatro, cinco, con la sexta se casaron (por la iglesia) y tuvieron hijos. Tenían su calita preferida en la Costa Brava. En un restaurantito de barrio “ils avaient ses habitudes”. Pronto fueron los señores del palco del Barça, de la plaza de Sant Jaume, de las masías del Ampurdán, y si no frecuentaban el Liceo es porque la ópera les da sueño, preferían Lluís Llach, sobre todo les emocionaba una que dice "Si em dius adéu...". Cobraban un sueldo superior al del presidente del Gobierno español. Lo cual les hacía despreciarle aún más. Gracias a sus conocimientos e influencias ponían a sus cónyuges un negocio próspero, que las tenía entretenidas y contribuía al bienestar familiar. Alguno escribía novelas, malas pero le encantaba escribirlas, en horas de oficina, mientras sus asesores y funcionarios despachaban el trabajo, del que la verdad es que no sabían gran cosa. Ellos y sus amigos controlaban un presupuesto de 30.000 millones, tenían a sus órdenes a cientos de miles de funcionarios. 17.000 policías armados. Secretaria, coche oficial, chófer. ¿Qué más lujo quieres? ¿Qué te falta?

Y entonces su demon, o su hybris, les sopló al oído:

--Heroísmo.

La hybris: ese anhelo de transgresión producto del exceso de orgullo y confianza, y de la ignorancia de los propios límites y conocimiento, que va creciendo en el hombre según las cosas le van saliendo bien, según los obstáculos van cediendo y apartándose, y que le hace creer, para su condenación, que siempre será así.

La vida, aunque sea objetivamente buena y hasta bonísima, puede ser mejor si además tiene un sentido trascendente y heroico, una causa noble que le dé verdadero sabor y valor.

Cegados por la hybris, ellos echaban en falta vikingos a los que vencer, guardabosques a los que derribar con un dardo certero. A falta de causa noble hicieron --¡innecesariamente, eso es lo curioso!-- el esfuerzo de creerse la trola tontorrona que sus papás y ellos mismos y los periodistas a los que ellos pagaban pusieron en circulación, acerca de un pobre país oprimido y expoliado que lucha por su libertad con carteles que decían Cataluña is not Spain

Es muy literario. En términos literarios, mucho más moderno que el tema de la invasión vikinga.