A lo largo de los años, los clérigos y los poetas del nacionalismo han comparado la sociedad catalana con toda clase de cosas raras: con una colonia oprimida; con Rosa Parks desafiando al racismo estadounidense; con Nelson Mandela frente al apartheid; con Ulises, navegando hacia Ítaca; con Gandhi frente al imperio británico; con Israel, rodeado de países árabes; con Kosovo maltratado por Serbia; con los refugiados sirios, “porque nosotros también sabemos lo que es ser perseguidos”. Los poetastros de la próspera burguesía hablaban de “expolio”, de intolerancia secular, de “invisibilidad”, de “genocidio cultural”.

Estas ocurrencias carentes de verosimilitud daban vergüenza ajena, sobre todo a los ojos de los forasteros que nos visitaban. Pues la prosperidad y la libertad de nuestra privilegiada región es demasiado evidente, claramente observable en ciudades, campos, infraestructuras, costumbres, instituciones y gasto público, y desmienten esas obscenas comparaciones con pueblos que sí padecen terribles injusticias y a los que se les quiere birlar la condición de víctima, para vestirla como una camiseta amarilla. Ciertamente hay que tener muy poca vergüenza o ser muy pero que muy ignorante para sostener que Cataluña es un país ocupado, maltratado, humillado o no reconocido.

Como el agravio no ha existido, hasta ahora el kitsch del lenguaje nacionalista ha intentado crear por la vía de las crasas analogías mencionadas en el primer párrafo esa herida original que justifique todos los movimientos insolidarios y desleales como la respuesta legítima de un pueblo oprimido a la agresión de que ha sido objeto: agresión en su dignidad, en su economía o en su sacrosanta lengua.

De ahí el recurso a "la sentencia del Estatut"; Estatut y sentencia que a nadie le importaban un pepino hasta que los clérigos del nacionalismo empezaron a poner el grito en el cielo para introducirlas como piedra de toque o big bang del desafecto o última réplica del pecado original que desde tiempo inmemorial viene cometiendo la intolerante España contra la pobrecita Cataluña.

La apelación a "la sentencia del Estatut" ha sido muy útil durante todos estos años para atribuir a la derecha nacional, sobre todo al Partido Popular, la responsabilidad de todas las trampas, delitos, faroles al póquer y jaimitadas que se iba permitiendo el Movimiento Nacionalista; y útil también para que la izquierda regional, especialmente el PSC, pudiera sumarse al coro de las vírgenes ofendidas y hacerse perdonar su naturaleza híbrida y el origen impuro de muchos de sus votantes: esa gente bestial y desestructurada que tanto desagrada al intelectual de raza --ese "gran intelectual de talla indiscutible" según TV3-- que es el actual presidente de la Generalitat, "el Le Pen español", según lo definió Pedro Sánchez.

(Es curioso, sea dicho de paso, cuánto le cuesta a la cúpula del PSC entender lo que le sucede. El domingo pasado, el senador José Montilla, el mismo que en el año 2010 encabezó una manifestación contra “la sentencia del Estatut” y tuvo que salir por piernas para que no le linchasen, el mismo que se ausentó del Senado para no apoyar la aplicación del artículo 155, salió de su pertinaz inexistencia para concederle a este medio una entrevista en la que suspira por pactar otra vez con ERC, como en los añorados tiempos de su hechizado tripartito, y culpaba al PP del golpe de Estado nacionalista).

Con la etapa del prusés que culminó en la insurrección del Parlament de octubre del 2017, desarticulada con la detención de algunos cabecillas, la fuga de otros y la suspensión de la autonomía, quedó amortizada “la sentencia del Estatut”, pues el nuevo Gobierno ya ha anunciado su disposición a anularla de un modo u otro.

La moción de censura acordada por nacionalistas y socialistas contra Mariano Rajoy, que haciendo de tripas corazón y con visible renuencia e incomodidad había desarticulado la trama política del golpe (no así la trama civil que sigue activa), abre una nueva etapa en la fábrica de los falsos agravios.

A la espera de las concesiones que ya ha anunciado el nuevo Gobierno, la herida narcisista a invocar ya no es la sentencia del Estatut sino la acción policial el día del referéndum ilegal y el discurso televisado del Rey (Discurso tan celebrado entre nosotros porque nos recordó al que pronunció su padre en 1981 para salvar la democracia y el Estado de derecho. Fue todo uno pronunciar su discurso el Rey, lanzar Cataluña un gran suspiro de alivio y cesar la fuga de capitales).

Para "ampliar las bases" del separatismo, lo mejor, desde luego, hubiera sido un muerto, pues la sangre derramada es el mejor vigorizante del victimista pasivo-agresivo. Tal como reconoce el exsecretario de Comunicación Josep Martí Blanch en su libro Com vam guanyar el procés i vam perdre la República, "sabíamos que el día 1 de octubre habría cargas policiales, y en algunos entornos soberanistas no sólo se daba por hecho sino que se deseaba". Desde luego que lo sabíamos, habíamos detectado en los discursos y entre las líneas de sus columnistas de referencia el anhelo de violencia y la conveniencia de que en algún altercado muriese algún pringado para elevarlo a la condición de mártir. Un muertito siempre ayuda mucho a convertir un proceso de chichinabo en una tragedia real y respetable.

A falta de los heridos y muertos que los golpistas tan secreta y vergonzantemente deseaban, los porrazos a "la bona gent" que enviaron a los colegios a presentar resistencia pasiva, y aquel discurso sobrio y magníficamente articulado, serán, a partir de ahora, los nuevos agravios inventados, la herida luminosa autoinfligida en la que hurgar sin descanso para que no se cierre.

Se recomienda armarse de paciencia, hacer acopio de paracetamol, mantener una actitud zen, leer libros buenos.