La interpretación de que el procés fue la respuesta desde arriba a una demanda desde abajo forma parte de los mitos del independentismo y funciona como descargo de responsabilidades de los de arriba, que dicen que se limitan a cumplir con “el mandato”.

En marzo de 2006, cuando ya estaba presente en la calle el eslogan Som una nació, tenim el dret a decidir, respaldado por ERC, que participaba por entonces (deslealmente) en el gobierno tripartito presidido por Pasqual Maragall, según el Centre d’Estudis d’Opinió (CEO) de la Generalitat la independencia de Cataluña era la opción preferida del 13,9% de los encuestados. Un porcentaje asumible en una sociedad plural como la catalana y tras  23 años de gobiernos nacionalistas de Jordi Pujol. En marzo de 2020, antes del estallido de la epidemia, el CEO situaba esa preferencia en el 44,9% y el no a la independencia  en el 47,1%.

Artur Mas, que había accedido a la presidencia de la Generalitat en diciembre de 2010, fue quien inició el procés --tenía razones personales y políticas para hacerlo, ninguna le obligaba a satisfacer una (inexistente) presión a favor de la independencia. Y así empezó la inflexión ascendente en las preferencias por la independencia. Mas salió bien librado de su colosal irresponsabilidad: fue descabalgado de la presidencia, pero por los “suyos”; las sanciones económicas por la consulta ilegal del 9-N  fueron abonadas por la caja de resistencia y la inhabilitación para cargos públicos de (sólo) 13 meses terminó en febrero de 2020.

A partir de entonces, desde la Generalitat se volcaron cantidades considerables de recursos en el procés, además de astucias, artimañas, deslealtades, abusos de democracia, toda una panoplia de medios y malas artes al servicio de un objetivo flexible: si se podía, la independencia, si no se podía, se presionaba al Estado para obtener el máximo de concesiones, y, en todo caso, se mantenían ellos en el poder a cuenta (del cuento) de la independencia.

Eso ha sido el procés. Sin el impulso institucional y los medios puestos a su disposición el procés no habría existido. La “calle” tiene ahora su autonomía y su protagonismo, pero ella no es el procés, sino  una consecuencia del procés.

Los dirigentes independentistas políticamente responsables de la situación en la que nos encontramos: la sociedad dividida y traumatizada, las oportunidades perdidas, Cataluña devaluada, la política de España entera contaminada, siguen ahí.

Sir John Elliott, distinguido historiador y  prestigioso intelectual, ha sentenciado que esos dirigentes “no tienen la talla de los de Escocia”, una manera fina de decir que son unos mediocres. En efecto, a parte del caos que han creado, no han aportado absolutamente nada. Ni siquiera saben gestionar el brote de coronavirus de Lleida. Están ausentes del debate de ideas sobre los grandes problemas que tenemos como sociedad. Están más que amortizados.

Desalojar democráticamente a los independentistas que ejercen el poder es una necesidad vital. No solo la gobernanza de Cataluña ganaría en eficacia y virtudes, sino que el procés perdería el apoyo institucional, con todo lo que ello significa y comporta: autoridad (y autoridades), presupuesto, medios de comunicación, multitud de cargos públicos, clientelismo asegurado, poder duro, en definitiva.

La oposición no independentista no tiene excusa, debe cumplir con la función que le corresponde de dar una nueva oportunidad a Cataluña, alumbrar un cambio de paradigma, como lo fue, aun con todas sus imperfecciones, el tripartito de 2003 respecto al pujolismo.

Que se afanen en conseguirlo. No es imposible, incluso disponen ya de un manual, Cómo derrotar al independentismo en las urnas, (ED Libros, 2019). Y que no se olviden de ofrecer honestidad política, mucha honestidad política basada en la lealtad recíproca con los órganos e instituciones del Estado, la neutralidad de la Institución (de todos), la objetividad de los medios de comunicación (financiados con el dinero de todos) y la eficiencia en el autogobierno (para todos). Sólo con eso, ya el cambio sería copernicano y en Cataluña se respiraría, por fin, de otra manera, seguro que más libremente. Vale la pena probarlo.

El contenido social del cambio habría que prepararlo en función del resultado de las elecciones y de la composición de la coalición de gobierno, pero atendiendo, sobre todo, a  las múltiples carencias y degradaciones que nos dejan los gobiernos del procés. Esa profunda herida en la sociedad catalana tiene que ocuparnos preferentemente y servir de ariete para el desalojo del poder de los ineptos y sectarios independentistas