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Necesitamos una UE industrial e innovadora, no una UE “woke”

Necesitamos una UE industrial e innovadora, no una UE “woke”

Pensamiento

Necesitamos una UE industrial e innovadora, no una UE “woke”

"El europeo moderno se considera satisfecho porque tiene Netflix, paneles solares y comida vegana a domicilio, pero cada vez es más dependiente"

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La destrucción del sector industrial europeo no es un buen síntoma para la economía de la eurozona. En el 2000, la industria representaba casi el 20% de dicha economía, en la actualidad ronda el 13%, y en países como Francia ha caído por debajo del 11%. Entre 2023 y 2024, la producción industrial en la eurozona cayó un 2,2%, según datos de Eurostat.

Hemos pasado de producir lo que el mundo compraba a comprar lo que el mundo produce. Las fábricas se trasladaron a China, India, México, Vietnam…, donde la energía es más barata, hay más agilidad administrativa y existen gobiernos preocupados en proteger la producción y el empleo industrial. Europa ha pasado a ser el nuevo cliente.

Mientras el viejo continente, con un cierto sentimiento de superioridad moral, sigue ensimismado, mirándose al espejo contento de haberse conocido. China fabrica, India crece y Estados Unidos se reindustrializa. Tomando como ejemplo la industria de la automoción, poco a poco las empresas punteras europeas son compradas por China: Volvo y MG vendidas respectivamente a Geely Holding (China) y a SAIC Motor (China). Pirelli tiene capital mayoritariamente chino. Mercedes-Benz y Volkswagen tienen accionistas estatales chinos (BAIC y FAW, respectivamente). Las baterías eléctricas de la nueva era verde europea vienen de CATL (China). Las importaciones de la UE procedentes de China representan el 21% de todo lo que compramos en el extranjero, pero solo el 8% de nuestras exportaciones se destinan allí. Europa aporta su conocimiento técnico, China fabrica y genera empleo e importantes beneficios.

En el año 2000, comprábamos el Golf, fabricado en la UE, 25 años después compramos el Dacia: fabricado en Rumanía, ensamblado con piezas chinas y vendido como un “coche europeo asequible”.

El europeo moderno se considera satisfecho porque tiene Netflix, paneles solares y comida vegana a domicilio, pero cada vez es más dependiente. Un dato a tener en cuenta, la seguridad del suministro alimentario: entre 2010 y 2020, cerraron más de 3 millones de explotaciones agrícolas en la Unión Europea. Ahora importamos fruta de Chile, cereales de Ucrania, verduras de Marruecos…

Todo lo expuesto con anterioridad nos obliga como europeos a responder de forma decidida a los retos que el siglo XXI supone para nuestra economía, ello nos lleva a potenciar nuestra capacidad de innovación tecnológica, en sectores estratégicos como la digitalización, la automatización y modernización de la industria, la energía y la sostenibilidad medioambiental…

En el campo de la digitalización, a pesar del liderazgo de la UE en cómo deben regularse las tecnologías (protección de datos, competencia, IA, plataformas digitales, ciberseguridad...), seguimos dependiendo de proveedores no europeos para las tecnologías sobre las que se basan la salud, la educación, la defensa, las finanzas y la vida ciudadana. En la actualidad, el continente importa más de un 80% de sus servicios digitales, y más de un 70% de su infraestructura en la nube está controlada por proveedores no pertenecientes a la Unión Europea.

Corremos el riesgo de convertirnos en consumidores pasivos de tecnologías desarrolladas en otros lugares, regidas por normas que no hemos elaborado y expuestas a decisiones tomadas desde el exterior. La estrategia de comprar europea, respaldada por criterios como la sostenibilidad y la interoperabilidad, ayudaría a los proveedores a desarrollar tecnología propia, reduciría la dependencia y crearía capacidad a largo plazo. No se trata de proteccionismo, sino del uso inteligente de la demanda pública para catalizar la innovación y reforzar las cadenas de suministro fiables.

Europa podía terminar reproduciendo el modelo woke estadounidense. El término procede del inglés awake (despierto) y alude a estar alerta ante las injusticias y discriminaciones estructurales. Su principal aportación ha sido visibilizar y legitimar causas históricamente silenciadas: el racismo sistémico, la violencia machista, la diversidad y los derechos LGTBI, la conciencia ambiental... Sin duda ha impulsado elementos positivos, un lenguaje más inclusivo, la revisión de símbolos y narrativas del pasado, un mayor compromiso de las instituciones, medios y empresas con la igualdad y la pluralidad de la representación política.

La cultura woke ha aportado sensibilidad, pluralidad y justicia simbólica al debate público. Sin embargo, desde posiciones progresistas se ha señalado que parte del fenómeno se ha convertido en un “progresismo de postureo”, centrado en gestos simbólicos, campañas en redes o políticas de imagen, más que en transformaciones materiales. En este sentido, algunas corporaciones o partidos adoptan la estética woke como estrategia reputacional, sin poner en duda las estructuras socioeconómicas que sostienen la desigualdad.

El mayor reproche procede de su olvido de la dinámica social, en lugar de cuestionar la distribución de la riqueza, los salarios, las condiciones de trabajo…, la agenda woke tiende a concentrarse en la identidad de las personas, corriendo el riesgo de fragmentar al sujeto social en colectivos parciales y desarticular la solidaridad.

El reto está en articular ambas dimensiones —identidad y solidaridad— para que no sea solo un discurso, sino que transforme positivamente las condiciones de vida y de trabajo de los ciudadanos.