Una chica creada con inteligencia artificial aparenta una vida irreal
La sociedad del bluf: cartón piedra emocional, filtros económicos y la posverdad como modo de vida
"La autenticidad, en estos tiempos, es casi un acto subversivo"
Hay una escena recurrente en Instagram: alguien sube una foto sonriendo, copa en mano, frase inspiradora y un amanecer de fondo. Todo impecable, casi demasiado. Y tú, que tienes buena vista para la autenticidad, sabes que esa sonrisa es de “me quiero ir a mi casa a llorar, pero la luz está preciosa”. Bienvenidos a la sociedad del bluf, donde la apariencia se ha convertido en una obligación social y la honestidad en un lujo casi exótico.
Un escaparate emocional que no coincide con el almacén interior
En esta sociedad de las mil máscaras, la felicidad se ha vuelto una performance obligatoria. No importa cómo estés: lo importante es cómo pareces estar. Mostrar tristeza es arriesgado, mostrar dudas es un atrevimiento, y mostrar la vida real… bueno, eso ya directamente es ir contra corriente.
Vivimos rodeados de gente que actúa como si llevara un community manager dentro de la cabeza, puliendo cada gesto emocional. ¿La realidad? Mucho más prosaica: ansiedad maquillada, soledad con filtro Valencia, inseguridades posando en bañador y una presión constante por mantener una narrativa que no nos pertenece.
Lujo prestado, bolsos falsos y cuentas que no cuadran
Otra capa del bluf es la economía del “más”. Más marca, más viajes, más lujo, más “mira qué bien me va”. Aunque sea mentira. Aunque sea un bolso falso. Aunque la tarjeta esté temblando. Aunque el alquiler esté en modo “sálvese quien pueda”.
Las falsificaciones no son solo materiales; también son identitarias. Mucha gente siente que si no enseña un nivel de vida aspiracional, aunque sea inventado, se queda fuera del juego. Y esto genera un ecosistema donde la autenticidad económica ha pasado a mejor vida, sustituida por un teatro de branding personal que ni ellos mismos se creen.
Los nuevos gurús: adolescencia recién terminada, cero experiencia, máxima seguridad
En este ecosistema también florecen ciertos personajes, los gurús exprés. Chicos que hace dos años estaban decidiendo si se dejaban o no bigote y que hoy pontifican sobre cómo vivir, pensar, relacionarte, invertir o sanar traumas. Todo con la solemnidad de un monje zen y la experiencia de un Tamagotchi.
Se anuncian como podcasters, coaches, mentores, estrategas de vida… y lo más sorprendente es la contundencia con la que hablan de cosas que nunca han vivido. La falta de experiencia ya no es un freno: es un dato irrelevante dentro de este mercado de discursos instantáneos.
La inteligencia artificial como turbo del engaño
Como si no tuviéramos suficientes capas de ficción, llega la IA generativa a añadir combustible: deepfakes, voces clonadas, fotos perfectas que nunca existieron y un océano de contenido fabricado en minutos. Todo es más fácil de falsificar, más rápido de difundir y más difícil de verificar.
Ya ni siquiera necesitamos actuar: la herramienta lo hace por nosotros. Lo inquietante es que mucha gente la usa sin ningún tipo de criterio, como si manipular la realidad fuera un juego inocente. Y, claro, cuando se combina eso con la necesidad de impresionar… nacen auténticas aberraciones digitales.
La era de la posverdad: cuando los hechos ya no son los protagonistas
La posverdad no es un concepto teórico: es un paisaje emocional donde lo que importa no es lo que es, sino lo que parece ser. Lo que se viraliza pesa más que lo que es cierto. Lo que impacta vence a lo que importa. Vivimos en un wéstern moderno: decorados de pueblo perfecto que, cuando los empujas un poco, se caen porque solo eran tablas pintadas.
La consecuencia es clara: si la verdad molesta, se sustituye. Si no gusta, se edita. Si complica, se entierra bajo capas de ruido.
¿Y qué hacemos en medio de tanto cartón piedra?
Quizás el antídoto sea tan simple como incómodo: decir la verdad. No toda, no siempre, la transparencia absoluta también es un disfraz, pero sí lo suficiente para no convertir nuestra identidad en un algoritmo.
Volver a lo humano, a lo imperfecto, a lo que no necesita aplaudir para existir. Porque la autenticidad, en estos tiempos, es casi un acto subversivo.