Llegó septiembre y, con él, un nuevo inicio de curso con problemas cuasi crónicos. En la sociedad de la eminente “profesionalización” (la Universidad-Empresa), las prácticas (escasa o nada remuneradas), la inmediatez y las relaciones líquidas, se vuelve a plantear el problema de la cuasi-erradicación de la formación teórica, en particular la clásica, en pro del binomio eficiencia-celeridad.

A la generación de los “presa fácil para la devolución de cambios en metálico”, o lo que es lo mismo, limitados en cálculo mental (a la que pertenecemos todos los nacidos en los ochenta; es decir, todos aquellos que nos pasamos a la calculadora en edad, quizá, en exceso precoz o de forma excesivamente radical) se les unen las generaciones de la no-memorización y de la inmediatez electrónica (lo que ChatGPT escribe no hace falta que se entrene con dictados).

Los planes educativos, politizados porque sí (con tantos planes, y selectividades, distintos como autonomías), cada vez huyen más de lo clásico para centrarse en competencias justificadoras de las neo ideas imperantes (las que se patrocinan, también, en los medios de comunicación, no sin interés). Concebir unos estudios en Filosofía sin estudiar a Platón o Aristóteles o sacarse un grado en Derecho (ya no licenciatura) sin estudiar derecho romano… puede haber quien lo justifique… quizá, cogiendo prestada la broma de los Monty Phyton (en su mordaz La vida de Brian) de “qué han hecho los romanos por nosotros”. La comparación no es baladí ni casual, pues según escribiera Zubiri, las tres grandes creaciones de la Antigüedad son la religión judeocristiana, la filosofía griega y el derecho romano.

Cogiendo prestadas algunas de las ideas que sabiamente expuso Wolfgang Kunkel, recopilándolas, ampliándolas y comentándolas el maestro Juan Miquel (en su inmortal Derecho Romano):

En primer lugar, al igual que es inapropiado estudiar la filosofía de la Escuela de Fráncfort sin tener ni idea de Kant, menos adecuado es iniciarse en el Derecho sin conocer sus cimientos romanísticos, en tanto que disciplina, guste o disguste, eminentemente histórica. No debemos de obviar que tanto el derecho europeo continental (Civil Law), como otros por asimilación (Latinoamérica o Japón), y, también, aunque en algunos aspectos no tan directamente, el derecho angloamericano (el Common Law) encuentran su origen y fundamento en el derecho romano. Aunque, por lo general, es un derecho infinitamente menos garantista, el Common Law es un derecho de base jurisprudencial, que al igual que el derecho romano, concede un destacado papel al jurista.

Es tal la influencia romanista en nuestro Derecho actual, que en el Código Civil de Cataluña, aún hoy, se exige que en todo testamento exista la institución de heredero (caput et fundamentum totius testamenti), existiendo la incompatibilidad entre sucesión testada e intestada (Nemo pro parte testatus pro parte intestatus decedere potest), todo ello consecuencia de la institución romana de la soberanía familiar del Pater familias y la sucesión, no sólo en los bienes, sino en el culto familiar.

En segundo lugar, desde un prisma pro futuro, el derecho romano es el punto de partida innegociable de toda eventual normativa europea común de derecho privado (sea esta de eficacia directa, en forma de reglamento, o indirecta, en forma de directiva). Al respecto, en el ámbito de la Unión Europea, parece que la idea (defendida por autores como Mattei, frente a las tesis “neo pandectistas” de Zimmermann) de un “Código Civil Europeo único” ha cedido ante la dispersión regulatoria en forma de normativa armonizadora (a veces infamemente traspuesta como en la Ley ómnibus en la que, junto a la energía nuclear, se trató la digitalización del notariado…).

En tercer lugar, el Derecho es un lenguaje, y el derecho romano, cabe aclarar, la fuente de su terminología. No sólo ya en cuanto a aforismos y latinismos, sino en cuanto a la propia terminología esencial (en este caso, no necesariamente sólo en derecho privado).

En cuarto lugar, en los tiempos en los que los sucesivos Gobiernos usan y abusan de los decretos-leyes (saltándose, a la torera, la “extraordinaria y urgente necesidad” que prevé el artículo 86 de la Constitución Española), gestando mamotretos legislativos largos, asistemáticos, y no digamos (invocando a las golondrinas de Bécquer) sin “poética” ni esencia alguna (más que el casuismo politizado y la “corrección”), el derecho romano es un inexcusable oasis para la formación del jurista, incentivando la reflexión y el porqué de las instituciones, fomentando la comprensión lectora y la defensa a través de argumentos y reflexiones jurídicamente fundados. De hecho, según D’Ors, el derecho romano resulta el más eficaz antídoto contra el studium servile del legalismo positivista y supone una insustituible educación de sentido humanístico.

No deja de ser paradójico que en los tiempos en que comienza a hablarse de la “transhumanización” cada vez se saque más al elemento humanista de la educación. En pro de la eficacia inmediata y el rendimiento económico se alcanzan paupérrimos índices de cultura base, hallándonos, cada vez más, ante nuevas generaciones masivamente incultas, paradójicamente, dentro de la inundación de datos disponibles. Cuando más podemos alcanzar las obras de referencia, mayores son los índices de ese ignorado concepto, que se generaliza, conocido como “analfabetismo funcional”.

Si en otros tiempos los estragos de la peste abrieron paso a los inicios de las “sucesivas oleadas renacentistas” (comenzando por la de 1300, con Dante y Petrarca), ojalá los tiempos del Covid y la crisis mundial generalizada (en forma de guerras y desgobierno) nos hagan fraguar “un nuevo renacimiento”, no sólo en el tecnológico, sino también, en el conocimiento general. Cuanto menos en lo jurídico, el recurso, una vez más, a la herencia romana no es solo un desiderátum, sino un hito por el que, necesariamente, se tendrá que volver a pasar.