Con independencia de la inclinación religiosa de cada cual, hay un poso de derecho natural en todo comportamiento jurídicamente significado. Incluso desde el positivismo más recalcitrante, existe un convencimiento, a veces no manifiesto, de que hay “leyes” más inviolables que cualquier Carta Magna: véase la de la gravedad y demás principios básicos de la ciencia. De hecho, ya en el siglo III d. C., afirmaba el romano Ulpiano que “hay leyes que no son exclusivas del género humano, sino comunes a todos los animales que nacen en la tierra y en el mar, incluyéndose también a las aves”.
Ello hace que nos planteemos, sería un tema a desarrollar en un formato cuasi enciclopédico, si no hay una suerte de “propiedad zoológica”, un instinto animal que nos conduce a apropiarnos de bienes y que, incluso, pudiera llegar a relacionarse con la territorialidad de las especies. Estos leves principios de derecho de propiedad, ya en el ámbito de la naturaleza, se manifiestan, a veces en relación con el grupo, a veces respecto del individuo.
La propiedad colectiva (dejando al margen la experiencia comunista) ha sido un fenómeno vertebrador en las civilizaciones primigenias. En la antigua Mesopotamia reinaba el principio de la propiedad familiar y la sucesión según el principio de la primogenitura (presente también en la Biblia). Aristóteles no veía en la prohibición de disponer del patrimonio, propio de la propiedad familiar, sino una razón económica tendente a evitar la pobreza de la población y la desproporción de las fortunas. Incluso hubo quien llegó a afirmar que la introducción del “testamento” fue causa de la ruina de Esparta, por más que Licurgo defendiera los conceptos de familia y de propiedad colectiva. De hecho, el propio derecho romano buscó siempre en el nombramiento de heredero a un continuador en la dirección familiar y el culto a los antepasados. Sabido es que el testamento fue un primer paso hacia la libertad de disponer, pero habiendo ya limitaciones. A duras penas existió una propiedad individual al margen de la férrea dirección del pater familias (el cabeza de familia).
Ese sentimiento de “esto me pertenece por sangre” es común en cuasi todo ser humano. Todos esperamos heredar en algún momento el hogar en el que nos criamos, que nos ha visto crecer, nuestra casa. Por más que los títulos no lo digan, todos tenemos un sentimiento, de difícil explicación, que nos otorga cuasi derechos sobre los “bienes familiares”, e históricamente a ello ha respondido el Derecho con la institución de las legítimas. La sentencia de 19 de abril de 2005 del Tribunal Constitucional alemán justifica la protección constitucional de las legítimas en una suerte de “solidaridad familiar entre generaciones”.
Sin ánimo de aburrir, y sólo citar como resumen, los pueblos germánicos sólo contemplaron la sucesión legal (por ley, sin tener en cuenta la voluntad del causante) al pertenecer todo al clan (la Sippe), una suerte de propiedad familiar (mancomunada) que desconoció la posibilidad de disponer individualmente por testamento. Nuestro sistema sucesorio se basa en la unión de los límites germánicos con la libertad de testar propia del derecho romano. Este freno a la libertad absoluta de disponer, justificada en la protección familiar, es precisamente lo que conocemos como legítima.
Una de las eternas discusiones en nuestro país es si deben existir o no las legítimas, si hay una suerte de justificación “natural” (cuasi biológica) de su existencia, o si cada uno debe poder disponer de su propio patrimonio como él desee, sin tutelas legales. Un elemento de “dumping sucesorio” entre las diferentes regiones de España es la existencia de diferentes legítimas. Desde la libertad absoluta de testar de Navarra a la férrea legítima castellana de dos tercios (y sobre los propios bienes), pasando por las legítimas aragonesa, gallega, balear, vizcaína… o la legítima “de crédito” propia del Código Civil de Cataluña (semejante a la alemana). Personalmente, esta última, y no sólo por ser la que yo aplique, me parece la solución más interesante entre todas ellas: tener derecho a una cantidad económica (de una cuarta parte, no dos tercios), sin tener que recaer directamente sobre los bienes de la herencia (a diferencia de la legítima castellana, salvo los supuestos de pago en metálico de la misma). Sin lugar a dudas, una cuestión clave es plantearse quién tiene derecho a legítima (cuestión que también cambia según de qué región estemos hablando): ¿descendientes, cónyuge, pareja estable, ascendientes? Algunos, incluso, abogan por la implantación de una solución anglosajona, la family provision, una suerte de derecho de alimentos (obligación legal de mantener, no una legítima) en los casos en que así se requiera.
Las actuales tendencias sociales, muy especialmente en lo concerniente a lo familiar, parecen desaconsejar que a alguien se le obligue por ley a lo que no practica, en ocasiones incluso, por decencia. La relajación de la moral entre parientes y la progresiva concentración de la familia en lo nuclear (si llega) hace que las legítimas deban ser repensadas. Por más que exista la institución de la desheredación (funestamente en auge con las crisis familiares derivadas de la pandemia), sólo debemos creer “que es nuestro” lo que dicen las escrituras, y en última instancia, tener en cuenta que es rara la voluntad que, en un proceso de formación neutro, se acabe por escapar de lo que es notorio por pura ciencia.
No obstante, hay algo esencial, el control de las salvaguardias. Siempre deben extremarse las precauciones cuando alguien llega a sus últimos tiempos con voluntad de testar (y en extrañas compañías) o cuando la voluntad del testador está manifiestamente condicionada por intereses ajenos a los personales. La labor, cuasi policial, del fedatario público es la mayor garantía en estos casos y la aplicación de la solución para el caso concreto una medida, por lo general, más justa que férreas limitaciones. Lo jurídico jamás está al margen de lo moral, lo sentimental y, desde luego, lo biológico, pero no debemos confundir lo obligado con lo esperado, ni el tener derechos familiares, sin haberse tomado uno alguna obligación, y molestia, al respecto.