Las imágenes de los tractores ocupando las vías de acceso a las grandes urbes europeas empiezan a ser normales. La pregunta es: ¿por qué? La agricultura, la ganadería y la pesca son actividades milenarias, y aparecen con los primeros asentamientos humanos.

La industria que aparece a mediados del siglo XVIII, con la irrupción del vapor, modifica tradiciones y formas de hacer centenarias. Los sistemas de producción se modifican totalmente durante el siglo XX. Estas transformaciones implican formas y modos de vivir.

Tal vez en el mundo del llamado sector primario, la agricultura, es donde el shock social, cultural y económico ha sido más profundo en el ámbito europeo. Se ha pasado de una agricultura artesanal a la sofisticación tecnológica, de pueblos enteros que vivían al compás de las estaciones climáticas y que fijaban las fiestas culturales y religiosas en función de la actividad agraria, a su abandono y traslado a las ciudades.

Una Europa que tiene hambre, después de la segunda guerra mundial, fija su primer objetivo en proveer alimentos y los países del norte de Europa se convierten en impulsores de esa nueva Europa haciendo de la leche su enseña. En los años noventa hemos mutado a unas Políticas Agrarias Comunitarias (PAC) en las que la prioridad es la sostenibilidad del territorio. El eje ya no es la cantidad, sino la salud y el precio. En contrapartida, el mercado se vuelve global y queremos productos todo el año, importando poco su procedencia y trazabilidad, lo que contradice los costes que asume el campo europeo.

Europa lleva años cambiando su eje prioritario hacia una mayor sostenibilidad y con menos énfasis en la cantidad. Los acuerdos de importación y exportación de productos alimentarios son una clara expresión de esta. Hasta que el Covid apareció, y descubrimos que teníamos abandonado el patio trasero de las ciudades, el viejo campo, y que deberíamos tener un nivel de suficiencia alimentaria. En ese sentido, Europa, para lograr sus objetivos de sostenibilidad y autosuficiencia, ha desarrollado una intensa labor reglamentaria y normativa, que ha convertido el campo en una gran gestoría.

¿Dónde están los puntos débiles? Mala señal cuando la Comisión Europea plantea como concesión a los agricultores posponer la abolición de los herbicidas. Los objetivos medioambientales son correctos, pero ¿qué está sucediendo en Europa y sus Estados miembros? En este y en otros ámbitos, ¿cuáles son los calendarios y qué procesos de ayuda en la transformación van a tener los sectores afectados? Mucha labor en los despachos y poca presencia en los territorios. Tenemos el objetivo de la sostenibilidad, pero no hablamos de cómo y cuándo.

El sector agrario mayoritariamente no va de contabilidad analítica, va de análisis de caja. Siempre queremos todo: salud, proximidad, sostenibilidad, pero la práctica es que no estamos dispuestos en la inmensa mayoría de los casos a pagar el coste real. Las razones económicas y sociales no son baladíes. Después de 70 u 80 años, y tras dos generaciones (abuelos, padres), contemplamos el campo lleno de fincas y casas abandonadas. No nos sorprendamos si cortan carreteras, y tengamos cuidado de que a la agenda burocrática y económica no se le añada la ideológica. El mundo urbano, mundo rural, los de aquí, los de más allá… con el cinismo de que el campo, en la actualidad, necesita temporeros que la mayoría son de más allá de las fronteras europeas.