“Todos tendríamos que ser centinelas, y tendríamos que rezar para que Dios nos abra los ojos al mal y nos incendie los corazones para reprender a los impíos”. Son palabras del reverendo Furber, personaje de La suerte de Omensetter, la novela de William H. Gass que andaba yo leyendo mientras se desataba en las redes sociales y en los medios, a propósito del caso Rubiales, una “tormenta de piedras, rayos y hachas [...] sedienta de catástrofes y hambrienta”, por utilizar de manera un poco frívola la conmovedora imagen de Miguel Hernández. No me negarán que hay algo del afán del reverendo Furber en todo lo que hemos presenciado durante las últimas semanas en multitud de medios y redes.

Hace tiempo que la opinión pública en España se ha convertido en una oleada incesante de ruido y furia, un vertedero de mojigatería laica y censora que ha encontrado un medio altamente inflamable: las redes sociales. Como sostiene Pablo Malo en Los peligros de la moralidad, ensayo que ya cité en otro artículo, las redes actúan como un estímulo supernormal de nuestros instintos morales: del mismo modo que un dónut azuza nuestra apetencia por los alimentos hipercalóricos, una ventaja adaptativa en su momento, las redes sociales estimulan algunos subproductos de nuestra sociabilidad, como la indignación moral o el cotilleo. La indignación moral, por cierto, resultaría atractiva a la hora de buscar pareja en relaciones de larga duración, especialmente para las mujeres. Geoffrey Miller, en un artículo de 1996, sostuvo que la publicidad que damos a nuestra ideología serviría como un reclamo para atraer parejas sexuales. Ya ven: no habría tanta diferencia entre quien enseña un torso musculoso en Instagram y quien da la tabarra presumiendo de altos ideales y permanente sed de justicia en el antiguo Twitter.

En todo caso, más allá de hipótesis relacionadas con la selección sexual, queda claro que los humanos necesitamos someter a un escrutinio constante a nuestros congéneres para saber si son peligrosos para el grupo, a la vez que precisamos convencer a los demás de que nosotros sí somos dignos de confianza y aprobación. Estamos programados para buscar la aceptación social. Y, en consecuencia, nos aterra el rechazo del grupo: poseemos múltiples mecanismos para detectarlo. El cuerpo, por ejemplo, segrega cortisol, la hormona del estrés, cuando recibimos una crítica, y esa hormona permanece mucho más tiempo en la sangre que la oxitocina, la hormona que se libera en las interacciones sociales positivas: por eso nos afectan más intensamente las críticas que los elogios. Lo cuenta Dean Burnett en su ensayo El cerebro feliz. Aunque la ciencia, a menudo, corrobora lo que la literatura ya nos había enseñado. En El amor en los tiempos del cólera, un personaje afirma que “lo único peor que la mala salud es la mala fama”. Cualquiera de nosotros, por tanto, conoce el bienestar que produce el sentimiento de pertenencia y el dolor que provoca el ostracismo. También obtenemos recompensas neurobiológicas cuando se castiga a quien ha tenido una conducta antisocial o cuando vemos caer en desgracia a alguien exitoso. Nos lo recuerda Will Storr en su fantástico ensayo La ciencia de contar historias.

Somos, por tanto, si se me permite la metáfora, una bomba bioquímica que a menudo vuelve nuestro comportamiento impredecible y que nos pone en conflicto no solo con el mundo y el prójimo, sino con nuestra idea del mundo y el prójimo. Suerte del neocórtex y de sus funciones mentales superiores, entre ellas la razón. Y gracias a la razón, y para protegernos de nosotros mismos, creamos las leyes y las instituciones, el Estado de Derecho. Siempre se nos dice que no se puede legislar ni juzgar con las tripas. Siempre hemos visto los ajusticiamientos de la turba como un atavismo porque sabemos que las bajas pasiones obnubilan el entendimiento. Sin embargo, las redes sociales parecen haber recuperado —y conferido un nuevo prestigio— a ese tipo de hostigamientos.

El problema es que esos procesos son incontrolables e impredecibles. El caso Rubiales, convertido en redes en una plataforma para “reprender a los impíos” y, a la vez, en un altavoz de virtuosismo moral, se ha cobrado algunas víctimas imprevistas: Santi Nolla, director de El Mundo Deportivo, tras publicar un artículo criticando el machismo de Rubiales, fue acusado por la exdirectora de Estrategia Digital del periódico de haberle propuesto sexo a cambio de beneficios laborales; Manuel Jabois fue acusado por el periodista Javier Bilbao de haberle sido infiel a su mujer embarazada; Lucía Etxebarria habló de otro periodista, asimismo paladín del feminismo, casado y con dos hijos, que al parecer también le era infiel a su mujer; y la pieza de caza mayor: el periodista Peio H. Riaño, que se paseaba hace no tanto por los medios promocionando un libro en el que denunciaba el sexismo del Museo del Prado, fue apartado de Eldiario.es tras ser denunciado públicamente por acoso laboral por una excompañera de trabajo.

Ya ha habido quien ha celebrado estos casos como un acto de justicia poética. Pero no deberíamos perder de vista que son el resultado del mismo proceso visceral y arbitrario que se puso en marcha. Y como todos estamos hechos de barro imperfecto y tenemos miserias de las que avergonzarnos, deberíamos ser conscientes de que cuando la trituradora moral se pone en funcionamiento puede hacer picadillo a cualquiera. También a ustedes y a mí, no lo olviden.