Hace unos meses leí el extraordinario ensayo Los peligros de la moralidad, del psiquiatra y experto en psicología evolucionista Pablo Malo. La obra, ambiciosa, audaz y de factura diáfana, analiza, desde una perspectiva evolucionista, ciertos patrones de comportamiento que han proliferado al calor de la virtualidad y las redes sociales. Simplificando mucho: nuestra moralidad sería una ventaja adaptativa que favorecería la cooperación entre nuestros congéneres, pero, a la vez, tendría un reverso tenebroso, porque, en nombre del bien, seríamos capaces de las mayores atrocidades. La moral, por tanto, sería algo que llevamos inscrito en nuestros genes. De ahí, algunos universales antropológicos como el cotilleo –esa necesidad de fiscalizar a los miembros de nuestro grupo para evaluar su lealtad– o la tendencia a organizar el mundo según la dicotomía Nosotros/Ellos, que da pie al tribalismo moral. En el libro se tratan aspectos tan interesantes como turbadores. Por ejemplo: que castigar activa el circuito de recompensa del cerebro –experimentamos placer– o que el porcentaje –relativamente alto– de personas con rasgos psicopáticos se explicaría por el éxito de un tipo de violencia planificada que los grupos humanos habrían ejercido para expulsar o eliminar a los individuos más violentos y molestos para la convivencia: la llamada “autodomesticación” de la especie. A todo esto, las redes sociales actuarían como un estímulo supernormal: excitarían nuestros instintos morales.
Hay una teoría, explicada en el libro, que me pareció especialmente interesante y que ayudaría a comprender la reacción a algunos casos mediáticos de las últimas semanas. Me refiero a la teoría diádica, según la cual percibimos las mentes de los demás en dos dimensiones complementarias. Esa díada o pareja moral es asimétrica y está compuesta por un agente (perpetrador) y un paciente (víctima), lo cual genera otro fenómeno: el encasillamiento moral. Es decir, las personas son catalogadas como agentes morales o como pacientes morales, pero nunca como las dos cosas a la vez. Cabe remarcar que ese modelo diádico se aplica a individuos o grupos, nunca a acciones, y resulta invariable: se es victimario o se es víctima, sin más.
Ese esquema daría respuesta a las preguntas que algunos formularon a raíz del caso de los cánticos procaces y misóginos de los estudiantes del Colegio Mayor Elías Ahúja o tras el intento de agresión en Navarra, por parte de la muchachada abertzale, a un joven de origen cubano que portaba una bandera española. ¿Cómo era posible semejante revuelo mediático por unos cánticos en una especie de ritual de cortejo –hasta el punto de intervenir la fiscalía– mientras se ignoraban las continuas agresiones, televisadas, a los miembros de la asociación de estudiantes S’ha Acabat!? ¿Cómo era posible que no se hubiera enarbolado la causa del Black Lives Matter tras un intento de agresión en el que se gritó, de forma tan desinhibidamente racista: “¡Beltza (“negro”), vete a tu país!”? Bien sencillo: para parte de la opinión pública, reconocerse como español, defender la Constitución o exhibir símbolos españoles llevaría aparejada la condición de victimario y, por tanto, la imposibilidad de ser víctima. En cambio, la muchachada “antifascista” de la UAB o la muchachada abertzale sí se percibirían como víctimas, nunca como victimarios, y sus ataques siempre responderían a una agresión previa que los justificaría.
Un último apunte revelador, también tratado en el libro: en las sociedades laicas, determinados movimientos como el de la Justicia Social Crítica, más conocido como wokismo, han sustituido la función que ejercían las religiones como elemento canalizador de nuestros instintos morales. Con una diferencia fundamental: en estas nuevas religiones no hay lugar para el perdón. Por el contrario, se exige una virtud a tiempo completo e inmaculada. Así lo atestiguó el ministro Marlaska cuando dijo, en el caso del Colegio Mayor, que las disculpas de los estudiantes no eran suficientes. Y así lo atestiguó, también, por poner otro ejemplo, el periodista Robert Calvo quien, después de que el exfutbolista Iker Casillas se medio disculpara por el tuit en el que confesaba, de broma, su homosexualidad, le respondió que no le valían sus disculpas. Antes, en otro tuit, había asegurado que quienes hacían aquel tipo de bromas merecían la lapidación.