Messi es la pausa doblando los límites del área, veleidad gatuna. Su izquierda combina el paréntesis corto con el tempo largo del amago taurino. Su toque es la entretela de una seguiriya de Camarón o de un taranto de Caracol; nació con el balón pegado en el empeine; es un Bemol “fané y descangayado” de Carlos Gardel, el brujo rioplatense que fue amigo del mítico delantero Pepe Samitier. Messi es el duende de un arte menor que mueve pasiones y enciende tumultos; sus asociaciones con Henry, Ronaldinho o Suárez dejaron sobre el verde el eco de las notas de dúos entrañables en los escenarios, como el de Johnny Cash y Bob Dylan en Girl from the North Country.
Messi es el futbolista amortizado que pronto recibirá una ráfaga de claveles y amapolas bajo los balcones en la entraña de Barcelona, la ciudad canalla que adora a su hijo predilecto. Un día lo llevaremos a casa en volandas, bajo soportales, como nuestros antepasados llevaron al Gallito y a Belmonte; él es dueño del natural y del desdén, pero sin referencia en el Cossío.
No queremos verlo ahogado en el minuto 20 de la segunda parte. Si no puede correr como antes, preferimos que Xavi se olvide de Messi. No es necesario que le traten como una mercancía rodeada de contratos de patrocinio. En el fútbol, igual que en la política, las expectativas valen más que la gestión. Los buenos destrozan las defensas contrarias antes de que se produzca la jugada de gol.
Mientras el debate ideológico se encona, el odio y el insulto se han detenido a las puertas de un diálogo constructivo, intermediado por La Vanguardia, entre el liberal José María Lasalle y el izquierdista Joan Subirats. Como si fueran dos hooligans civilizados, ellos muestran el camino de la cooperación entre orígenes distintos. Exploran viaductos de convivencia como lo hicieron los sabios latinos, Tucídides o Tito Livio, a pesar de sus obstinados emperadores. El ministro de Universidades considera que “el 28M es el final del ciclo de la ruptura del bipartidismo, iniciado en 2011 y que tuvo su cénit en el 2018”. A criterio de Lasalle, “no cerramos un ciclo, nos asomamos a una época distinta”.
Según los últimos sondeos, el PP ganará las elecciones generales, pero quizá no pueda gobernar si Yolanda Díaz logra agrupar a Podemos en Sumar. Aun saliendo perdedor, Pedro Sánchez, podría ser investido por mayoría simple en segunda votación reuniendo en el Congreso los apoyos de al menos otros 23 diputados, sumando los votos a favor de ERC, Junts y PNV (Bildu puede quedarse sin representación). Pero si Sumar y Podemos concurren por separado, la mayoría absoluta del bloque conservador se da por descontada y merecida. Se cumpliría así otro axioma futbolístico: la decepción es hija de la expectativa.
El laberinto del 23J parece inevitable. Messi no entra ni sale; se limita a representar un soneto balompédico olvidado por Eduardo Galeano (“yo nací gritando gol”), en la grada del Nacional de Montevideo; una estrofa de Serrat enterrada bajo la cancha del Camp Nou; la efigie de Pelé o de Garrincha en Maracaná o un sortilegio de Di Stéfano en el Bernabéu. También es la croqueta de Laudrup, la imaginería de Iniesta o la serpiente que se mueve deshaciéndose de contrarios, como un Maradona ensimismado.
Messi es la melancolía incurable después del pitido final; el ladrón de corazones en las tardes de gloria que comparten dos intelectuales comprometidos, como Lasalle y Subirats. Estos últimos recortan distancias, acercan los bloques y moldean los discursos. Ofrendan ante el pase medido del fútbol; alientan el fin del cainismo político y el regreso de la elocuencia.