Narcís Serra es uno de estos altos cargos que se mueven hábilmente y sin ruidos; encadena instantes como si fueran esbozos; no presume de haber conquistado un horizonte; no le importa el objetivo sino el resultado. No pertenece a la ideología prometeica de una nación que hoy revienta de autosatisfacción y mañana se sentirá abandonada por el fin de fiesta de su aislacionismo. Siendo todavía alcalde de Barcelona, Serra apostó por la Olimpiada del 92, mucho años antes de los Juegos, cuando selló un pacto con Juan Antonio Samaranch, en la embajada española de Moscú. Aquel día Bibi Salisachs, esposa del ex presidente del COI, le regaló una matrioshka a Concha Villalba, la mujer de Serra. El obsequio interrogaba simbólicamente a las capas concéntricas de la endogamia catalana: ¿Seremos capaces de celebrar los Juegos?

Hace años, que el exvicepresidente del Gobierno, Narcís Serra, fue dejando la política sin adioses grandilocuentes. Ahora, anuncia que desempeñará una vocalía, como consejero independiente, en el consejo de administración de la papelera Miquel y Costas, la empresa presidida por Jordi Mercader, el politécnico sabio, que le hace un hueco a su amigo. Los dos pertenecen a la generación del llamado lobi catalán en Madrid durante la mejor etapa de Felipe González. Mercader presidió el INI, aquel instituto público que relanzó Claudio Boada en el fin de la oscura autarquía que había maniatado la economía española en el Pardo. Al final de un largo túnel, se iba abriendo la luz de los mercados globales, gracias a la conversión de la peseta en divisa, concretada dos décadas antes por Juan Sardá Dexeus, el gran monetarista, y Fabián Estapé, el profesor total, la voz de Schumpeter, Cantillon, Smith, Ricard, Stuard Mill, Marshall, Pigou o Galbraith.

Estapé, el brujo, acunó a los suyos, una generación irrepetible de aprendices, la de Serra, Pasqual Maragall entre otros, especialmente Ernest Lluch, el ex ministro de refundó la Seguridad Social española y que fue asesinado por ETA, mano criminal de todo futuro posible.

Narcís Serra fue mentorizado en su juventud por Narcís de Carreras --el último prohombre fiel al regionalismo de Cambó-- y formó una dupla genial con Miquel Roca Junyent en la etapa del Plan de la Ribera en la Barcelona de Porcioles, bajo los consejos de Pere Duran Farell, "el ingeniero catalán", inspirado en las fuentes de energía primaria.

Serra, uno de los fundadores del PSC, fue nombrado ministro de Defensa, cuando las salas de banderas hervían todavía en deseos de eternizar el directorio militar. Pero la España democrática de entonces estaba más consolidada que la de ahora; la Transición abría su última etapa, silenciando el rumor de sables. Después, Moncloa le abrió la puerta a Serra como su nuevo vicepresidente, acompañado de su mano derecha, Reverter, el botiguer de Sarrià. La ruptura en el PSC entre obiolistas y capitanes, en el Congreso de Sitges de 1994 (el documento Moments del socialisme català de Josep Maria Sala, aclara aquel impase), abrió una crisis en el socialismo catalán. Años después, Serra empezó su retorno al mundo de la economía con la presidencia de Caixa Catalunya, pero tuvo que superar una peripecia judicial, a causa de la crisis de esta entidad. Fue imputado, acusado por la fiscalía y finalmente absuelto. La vanidad y el apocalipsis viven en el mismo rellano.

Cuando España es un infierno de salvapatrias, el quietismo es una virtud. Recordemos que la lámpara de Diógenes buscaba al calmo, no al indiferente. Buscaba al que no tiene por qué hacer las cosas que nos afectan a todos y sin embargo las hace, aunque no sea su responsabilidad. La trayectoria de Narcís Serra es la del mago que se siente concernido, aunque el asunto no le afecte a él personalmente.

El mejor impulso de la praxis política consiste en apartarse de la pretenciosa locura del sentido; apuntarse a una forma de hacer con eficiencia y sin alharacas, algo que puede ser muy útil en los mercados en los que opera la empresa papelera de Jordi Mercader.