En un poema (colosal) que trata sobre la memoria de los días extinguidos –‘Everness’– Jorge Luis Borges escribe que, aunque los hombres podamos perder el recuerdo de lo que hemos vivido, el olvido deviene en un hecho imposible porque Dios lo recuerda todo –y a todos– y “cifra en su profética memoria / las lunas que serán y las que han sido”. La Inteligencia Artificial –en su versión teológica– existía mucho antes de su actual remedo tecnológico. El pretérito es hoy y el pasado, como siempre sostiene Cercas, es una dimensión del presente.

El escritor argentino dice aún más: describe el universo como un espejo donde se reflejan un sinfín de rostros porque el Altísimo –usen aquí el sinónimo o sustituto que prefieran– “salva el metal y salva la escoria”. Eso mismo han sido para algunas escuelas revisionistas de nuestra historia reciente muchos personajes que durante los cuarenta largos y oscuros años de la Victoria –el franquismo escribía así su propia era: con una mayúscula perpetua– fueron considerados los intelectuales del régimen, un grupo humano heterogéneo al que Umbral en su Leyenda del César Visionario llama burlescamente los laínes –por Pedro Laín Entralgo, autor del célebre Descargo de conciencia– y cuyos componentes han corrido distintas suertes.

A unos la historia los ha aplastado hasta reducirlos a nada. A otros –léase la figura de Dionisio Ridruejo, tan cara para parte de las izquierdas en la Transición; o López Aranguren, inventor del concepto del intelectual colectivo– el revisionismo piadoso les perdonó muchos de los pecados de juventud que cometieron en el bando azul. La condición humana, como se sabe, es débil. Y la historia siempre ha sido una materia compleja. En todo ejercicio de memoria aparece una parte digna y ejemplar de nosotros y otra sesgada e interesada. Por eso conviene desconfiar de las verdades oficiales –que no son democráticas– y ceñirse a los hechos desnudos.

La guerra y la dictadura franquista provocaron el exilio de algunas de las mejores cabezas de aquellas generaciones de españoles –nuestros antepasados– a los que la contienda civil truncó la existencia. La España peregrina, además de una constelación de dramas y lágrimas, significó la descapitalización intelectual de un país que quería acercarse al resto de naciones europeas. El nacional-catolicismo, en términos culturales, supuso una regresión súbita hacia el pasado. Las cátedras se convirtieron en sacristías y las reuniones filosóficas, en misas.

No toda la España de la posguerra se volvió, sin embargo, un erial. Existieron también un exilio interior y una disidencia silenciosa. Una parte de los vencedores de la guerra, como han explicado investigadores como José Carlos Mainer, profesaban, antes de la carnicería del 36, un entusiasmo abierto y sincero por la cultura, las artes y la creación. Junto al monstruo cuartelario que fue Franco, a su lado, también hubo materia gris. La España que va desde 1940 a 1975 nunca fue –porque no podía serlo– un bloque homogéneo. Su topografía es la de una línea, llena de discontinuidades y notables vacíos, sinuosa.

Sobre uno de los personajes más singulares de esos años –Juan Ramón Masoliver, editor, traductor, lector compulsivo y agitador cultural– ha escrito un libro excelente la filóloga  Míriam Gázquez, profesora de la UNED en Barcelona. Editado por Fórcola, su ensayo, fruto de una intensa investigación académica, y que ahora se presenta ante los lectores –laus deo– limpio de todas las convenciones universitarias, con una documentación y una bibliografía envidiables que deberían ser punto de partida para más investigaciones sobre esta etapa cultural de la historia de Cataluña, es una vívida estampa de la Barcelona de la posguerra.

No habla ni de la ciudad efervescente de la contracultura ni tampoco de la Barcelona del boom (pasajero), sino de la urbe precedente que, tras la caída de la República, vio desfilar por la Diagonal, ataviado como un legionario regular, a personajes como José Manuel Lara, sevillano y fundador de Planeta. Se adentra en la geografía del humus de iniciativas y empresas editoriales cuyos nombres han sobrevivido al paso del tiempo, aunque ahora estén en otras manos.

La Barcelona de Masoliver, que es la que documenta el libro de Míriam Gázquez, está llena de fantasmas. La mayoría de sus actores han muerto, pero una parte de su legado, a pesar de las sombras chinescas de la época, enriquece el trasfondo de una ciudad hecha de contradicciones y de una inequívoca bastardía. Una Barcelona con eternas aspiraciones genéticas de cosmopolitismo cercenadas por los distintos rostros del nacionalismo. Inequívocamente literaria. Jordi Gracia –autor del prólogo del ensayo– describe a Masoliver como “ingobernable, embustero, camelador, divertido e irresistible en su descaro”. Un personaje de otra época que, al morir, había reunido en su finca de La Vallençana, junto a un cofre misterioso, diez mil libros, entre ellos todos los que editó, tradujo y leyó.

¿Quién fue exactamente Masoliver? La primera imagen del personaje, lateral, se nos aparece en una breve escena de La edad de oro, la película de Luis Buñuel. Está rodada en Cadaqués. Dura tan sólo un instante: Masoliver, primo del director de cine aragonés, y del mismo origen, aparece con “un traje de etiqueta, gabardina y sombrero de seductor italiano ligeramente inclinado, bajo el que asoma una ligera y recta nariz, rematada por un fino bigote”.

Aquel tipo, de cuyo legado no ha quedado rastro, pero si restos, entre otras cosas, fue uno de los pioneros de la vanguardia catalana, un falangista temprano, creador de las revistas literarias Hélix y Camp del’Arpa –cuya dirección cedió a Vázquez Montalbán, traductor de Joyce, confidente de Ezra Pound, fundador de la editorial Yunque, padre del Premio de la Crítica, instigador del Nadal, jurado del Biblioteca Breve, ex alumno del Balmes, impulsor (junto a Ignacio Agustí y Josep Vergés) de la mítica revista Destino, traductor, quien reabrió la biblioteca del Ateneo, hacedor de la colección Poesía en la Mano, jefe de Prensa y Propaganda –a las órdenes de Ridruejo– de la Falange en Barcelona –el medievalista Martí de Riquer le sucedería–, corresponsal de El Sol y crítico de La Vanguardia.

Masoliver tuvo más vidas que tiempo. Quizás por eso no dejó una obra literaria destacable –una Guía sobre Roma, fruto de su eterna fascinación italiana; una traducción de Dante y una antología de artículos editada por la revista El Ciervo, titulada Perfil de sombras– y que, tras decepcionarse del franquismo, igual que otros falangistas utópicos, fue distanciándose, sin negar su pasado, a medida que el régimen se consolidaba. El libro de Gázquez cuenta la historia de este joven intelectual fascista en la España de los años veinte y treinta, fascinado con el futurismo y devoto de la velocidad, la prisa y, acaso, también de las pistolas.

Por su puesto, no narra un cuento idílico, donde siempre queden claros los ángeles y los diablos, pero tiene un mérito superior: es real. Fascinante. Nos habla de una Barcelona en blanco y negro, de salones privados y círculos herméticos. Un mundo extinguido cuya materialidad fantasmal Masoliver, Premio Nacional de Traducción, encerró en una biblioteca de cuatro pisos –10.000 volúmenes y documentos, custodiados ahora en el Archivo de Cataluña– y en un arcón misterioso. En su interior se encontró, tras su muerte y la de su viuda, una copia manuscrita de los estatutos de la unificación de Falange y de las JONS, anotados y corregidos en Burgos, 1937. La realidad –escribió Oscar Wilde– siempre imita al arte.