Letra Clásica
Epístolas de una España posible
La correspondencia entre Max Aub y Dionisio Ridruejo, escritores de los dos bandos de la Guerra Civil, ejemplifica cómo la cultura permite reconstruir un espacio de libertad
24 septiembre, 2021 00:10La historia de España en el siglo XX propició encuentros aparentemente imposibles. Pocos tan vibrantes como el cruce epistolar entre el escritor socialista Max Aub (París, 1903-Ciudad de México, 1972) y el poeta falangista Dionisio Ridruejo (El Burgo de Osma, Soria, 1912-Madrid, 1975). De él hay rastro en cinco misivas ‒más algunos apuntes y borradores‒ que circularon entre ellos de forma pausada de 1958 a 1966 cuando ambos acumulaban razones sobradas para la diferencia, el rechazo o la guerra. Esas cartas son, en cambio, un testimonio de una historia en común y un canto a la dignidad: “Lo importante sería que llegásemos a comprendernos y no sólo a olvidar y no sólo a perdonar”, se lee en uno de esos pliegos donde se va cocinando entre ellos un reconocimiento, un relato solidario, una amistad entre opuestos.
Porque, por entonces, Max Aub y Dionisio Ridruejo eran, a las claras, rivales, oponentes, enemigos. El primero perdió la Guerra Civil y nunca aceptó tanta tragedia, dejando en una producción de ancho caudal ‒cultivó la novela, el ensayo, la poesía, los diarios y la crítica literaria‒ uno de los testimonios más rotundos del exilio. El segundo estuvo entre los jerarcas del bando que acabó ganando la contienda, si bien pronto le arrastró la decepción y la responsabilidad de haberlo hecho. Así lo plasmó a lo largo de una obra breve e intensa, donde se percibe el viraje ideológico que emprendió ‒pagando un alto precio: destierros, confinamientos y multas‒ desde el fascismo a posiciones más aperturistas, convirtiéndose en uno de los pioneros en vislumbrar que el futuro democrático de España pasaba por la monarquía constitucional.
Retrato de Dionisio Ridruejo, en el archivo Personajes del bando nacional. Escritores / BIBLIOTECA NACIONAL DE ESPAÑA
Aub marchó al exilio en enero de 1939. Primero a París, donde ingresó en los campos de prisioneros de Roland Garros y Vernet d’Ariège. Después fue deportado a Deljfa, en Argelia, entonces colonia francesa. Más tarde, ya liberado, acabó en México, donde trató de refundar su existencia. Escribía con abundancia. Sufría por dar salida a la amplia despensa de originales que acumulaba. Al igual que Francisco Ayala se preguntaba para quién escribía y estaba seguro de que el único oficio del trasterrado era regresar. “El mundo da vueltas, pero yo no vuelvo donde debiera volver: sobre la tierra donde os habéis podrido, que es la tierra donde le gustaría a uno estar, no por nada, sino porque es la tierra de uno (...), que si no se acaba siendo extranjero en todas partes”, anotó a cuenta del asesinato de Lorca y del crimen contra Miguel Hernández.
Ridruejo representaba, en cambio, la disidencia interior, no a la manera limpia de los opositores de nuevo cuño, sino al filo del desengaño con los que un día fueron los suyos, los golpistas. Él, que había sido uno de los fascistas más fascistas de España ‒jefe oficial de propaganda de Falange, coautor del Cara al sol (“Volverán banderas victoriosas / al paso alegre de la paz…”, son los dos versos nacidos de su pluma) y soldado voluntario en la División Azul‒, dejó atrás todo aquello en pocos años con asombroso coraje intelectual. Su figura quedará, sin embargo, en el aire. Incomprendido por los dos bandos. Los suyos lo tachan de traidor, los otros recelan. “Me hago la ilusión de creer que los españoles se decidirán a hacer su historia y no a esperarla”, apuntará sobre su transformación en el ensayo Escrito en España (1962).
Retrato de Max Aub en su despacho de Radio UNAM. México, 1962 / RICARDO SALAZAR. FUNDACIÓN MAX AUB. INSTITUTO CERVANTES
Las cartas, por tanto, alumbran un momento decisivo. Dan cuenta de una feliz (e improbable) coincidencia y vienen a celebrar un reconocimiento al hervor de las letras y la política. De un lado, Max Aub, quien se disponía a disfrutar del éxito de su invención novelesca Jusep Torres Campalans, empieza a atisbar la importancia de sumar complicidades con la resistencia del interior de España para derrocar al franquismo. Del otro, Ridruejo acababa de romper definitivamente con el régimen a lomos de una singular conversión que comenzó en 1942 con la renuncia a todos sus cargos públicos y el abandono de Falange y que culminó en 1956 con su detención por apoyar (sin saberlo) a un movimiento de escritores jóvenes alentado desde las sombras por el Partido Comunista de España en la Universidad Complutense de Madrid.
En ese exacto punto de maduración, cuando Aub y Ridruejo arrastraban un importante historial de renuncias y decepciones, arranca su relación epistolar. Guillermo de Torre, editor entonces del sello Losada, fue uno de los puentes entre ambos. También el ingeniero Anselmo Carretero, que tendrá un papel fundamental en la conexión del trasterrado con el solariego. Instalado tras la guerra en México ‒allí se alistó como uno de los editores de la revista literaria Las Españas ‒, el también autor del ensayo Las nacionalidades españolas (1952) alentó con cautela el encuentro, realizó veladas invitaciones al contacto y deslizó las señas postales de uno y otro, convencido de que la rebeldía del antiguo jerarca falangista era un síntoma muy valioso de los cambios que podrían estar produciéndose en el subsuelo ideológico del régimen de Franco.
Carta de Max Aub a Dionisio Ridruejo, fechada el 13 de agosto de 1958 / INSTITUTO CERVANTES
Parecen justificadas estas precauciones a la luz de los datos que aporta Domingo Ródenas de Moya, catedrático de la Universidad Pompeu Fabra, en su estudio para la edición de este conjunto epistolar por el Instituto Cervantes (Vueltas sin regreso, 2018). Al margen del abismo político, había heridas literarias. Ridruejo se sintió así injustamente tratado en el volumen Una nueva poesía española (1950-1955) de Max Aub, donde arremetía con dureza contra él a cuenta de sus juicios sobre Canto personal. Carta perdida a Pablo Neruda, de Leopoldo Panero.
En aquellos años, el autor de Campo cerrado mostraba públicamente un absoluto desprecio por los poetas falangistas, al ver en ellos “un largo horror que no tiene por dónde estallar, un feroz remordimiento que los atenaza, un ahogo mortal, en una paramera donde todas las fuentes se han secado”. De ahí que hasta llegar a conciliar posturas no fue fácil la relación, salpicada de silencios y reproches epistolares. La primera carta de Aub –fechada el 2 de abril de 1958– es notablemente retórica, escrita en nombre de todos los exiliados a un personaje que mantiene, a su juicio, un perfil aún difuso: “Hemos sido enemigos en todo, menos en poesía, frente a frente, sin tapujos, usted, con Falange, con Franco, con la dictadura. Soy socialista, sigo siéndolo. Usted se ha separado de los suyos, yo no. Tal vez piense ahora que teníamos razón”.
Pasaporte mexicano de Max Aub, que le permitió la entrada en España en 1969. FUNDACIÓN MAX AUB. INSTITUTO CERVANTES
Y prosigue, a veces con rabia, pero dejando las puertas abiertas a una posible reconciliación: “Nos llenaron de lodo, será más difícil limpiaros del vuestro. La República llevaba en sus entrañas más empuje, mejores deseos –buenas intenciones– que los vuestros. Destruyose. Olvidémoslo, pero ahí queda”. Ridruejo tardó en dar respuesta a Aub. No lo hizo hasta finales de 1958 o comienzos de 1959. Durante ese tiempo, dio forma a un texto noble, persuasivo, preciso en los matices y cargado de notas personales. “Su carta era más una confesión, o un informe sobre sí mismo, que propiamente una réplica”, señala Ródenas de Moya. Entiende en esas líneas que el exiliado no contemple el perdón para su oponente, de ahí que “lo más importante sería que llegásemos a comprendernos”. “Lo que le propongo –señala– no es que hagamos tabla rasa, ni que los unos y los otros seamos todos unos, sino que discriminemos con delicadeza el según y cómo de cada caso personal: que busquemos a los hombres debajo de las definiciones globales”.
En su réplica, Ridruejo concluye que el idealismo falangista que lo abdujo era pueril y mortífero, propio de “antropófagos ideales”, y reconoce que estuvo ciego a la contradicción de que “luchábamos por una comunidad española integrada y por una Revolución social” y, sin embargo, “empezábamos por aceptar la condena de la mitad de España y la derrota de los que más realmente trabajaban por esa revolución”. Nada de eso, admite, lo exonera de culpa y, aunque no tuvo participación en actos directos, sabe que no hizo lo que debía: interponerse, denunciar, apartarse, de ahí que confiese un sentimiento de “culpabilidad solidaria también en el terreno de la sangre”.
Afirma, en este punto, que tardó en entender su error, pero se retiró a una vida estrecha y difícil desde la que intentó forcejear dentro del régimen para reformarlo desde dentro. No desconoce, además, el escritor del interior la vida frustrada y mutilada de los exiliados y asegura que ha estado muy presente en su pensamiento, “con el dolor que usted no quería aceptar como bueno y que hoy quizá entienda”, porque eran “nuestra otra mitad necesaria”, una mitad que le lleva a exclamar: “¡Qué soledad la de esta España sin izquierda intelectual ni política!”.
Sin pretender compararse con los desterrados, Ridruejo narra que ha tenido que empezar desde cero muchas veces y que, como tantos otros, ha tenido que negociar con la censura, con “el hábito autoenvilecedor de las medias palabras” y las insinuaciones entre líneas. Todos esos envites no le impiden admitir que, al menos, ha gozado del privilegio de vivir en su tierra y entre sus compatriotas. Entre sus reflexiones, Ridruejo introduce la deriva de España. Plantea su desacuerdo sobre que la tarea de socavar y derribar la dictadura les corresponda sólo a los solariegos, a quienes se asfixian dentro, a los opositores del interior, y entiende que tiene que ser también un compromiso de quienes, en el exilio, mantienen, como Aub, un “apasionado merodeo” por lo español, una “insistencia creyente” que se antoja emocionante e incluso trágica. Sin colaboración de quienes, desde dentro y desde fuera, anhelan una restitución de las libertades democráticas no será posible progresar en ese camino. No hay otra vía que el diálogo y el entendimiento, la comprensión mutua, aunque sea torciendo esa tendencia tan española hacia el disenso y el enfrentamiento.
A partir de aquí, carta a carta, ambos fueron limando aristas en sus comunicaciones hasta desembocar en el encuentro personal. El primero, con el signo compartido del destierro, en París, en noviembre de 1962. “Larga conversación con Ridruejo. Fino, inteligente, quiere hacer carrera política. ¿Por qué no?”, se lee en un escueto apunte recogido en los diarios del autor de La gallina ciega. Le siguieron otras dos citas, en el otoño de 1969 y en la primavera de 1972, por última vez. Sin embargo, ninguno de los dos vería cumplido el deseo de ver el triunfo de la democracia en España. Max Aub falleció en julio de 1972; Dionisio Ridruejo, en junio de 1975. El primero dijo de sí mismo: “Lo único que me importa es comprender”. El segundo podría haber suscrito abiertamente esas mismas palabras con este añadido: “Y ser comprendido”.