No teman, no les voy a hablar a ustedes del fin de la segunda guerra mundial ni de los fastos que se celebran hoy en Moscú. Tampoco del aniversario del nacimiento de José Ortega y Gasset. Mi 9 de mayo es el del 1976, el de los asesinatos perpetrados en las laderas de la montaña de Montejurra, Navarra. Durante la celebración de un acto en memoria de los requetés muertos en la Guerra Civil, partidarios de Sixto de Borbón Parma segaron la vida de dos militantes del Partido Carlista. Han pasado 47 años de aquellos trágicos sucesos sin que se hayan disipado totalmente las dudas sobre lo sucedido. Aún hay quien sostiene que aquello fue un ajuste de cuentas entre dos ramas del carlismo; sin embargo, todo apunta a que lo acontecido fue la resultante de una trama cocinada en los fogones del Estado. Liquidar la corriente democrática de los partidarios de Carlos Hugo devino el objetivo de una operación denominada Reconquista de la que tenía conocimiento el ministro Manuel Fraga. Estas cosas, por desgracia, pasaban. Algunos columnistas juegan últimamente a poner en duda las virtudes de la Transición, acusan a sus actores principales —líderes y partidos— de falta de contundencia democrática. Les cuesta comprender que durante el periodo comprendido entre diciembre de 1975 y 1982, la violencia fue un factor estresante y determinante del proceso de cambio político. La matanza de Atocha fue un ejemplo terrible de cómo se llegó a usar la violencia política para intimidar. Los sectores más reaccionarios del régimen intentaron impedir con métodos diversos —bulos, conspiraciones y 23F— la consolidación de la democracia.

Han pasado casi 50 años de los sucesos de Montejurra. Afortunadamente hoy la violencia en España, como método coactivo, no va más allá de una desatada agresividad verbal, cuatro escraches con pitos y un par de caceroladas. Pero no nos engañemos, hay en activo otros métodos y artimañas destructivas que introducen ponzoña en nuestra sociedad. Se prodigan malas prácticas políticas e informativas para liquidar al adversario. La degradación de la vida institucional ha llegado a límites insoportables y la ciudadanía lo percibe tanto en la forma como en el fondo. Aumenta la polarización; el Parlament de Cataluña es una caricatura de lo que intentó ser; el Congreso de los Diputados pierde glamur, sobre todo cuando sus señorías vocean arengando a sus respectivos púgiles. Episodios pintorescos y kafkianos, como la moción de censura de Ramón Tamames, las excusas de Laura Borràs o las batallas del protocolo madrileño contribuyen a enrarecer la atmósfera. En esta España del siglo XXI vivimos sin pronunciamientos militares arcaicos y sin pistoleros a sueldo; cierto, pero desde los cenáculos de la reacción se lanzan mil dardos envenenados; se intentan obstaculizar reformas legislativas y derechos sociales adquiridos. Y lo más triste del tema es que esto ocurre en una coyuntura económica y una proyección internacional de España que invita al optimismo.

Un artículo de Luis Arroyo (‘Anatomia del antisanchismo’, El País) nos contaba hace pocos días las características de lo que, en ciencia política, se ha dado en llamar personalización negativa. Una táctica de acoso y derribo destinada a destruir la imagen y la credibilidad de los líderes políticos. Un método que suele contar en nuestro país con la ayuda interesada de influyentes poderes económicos y mediáticos. En ella se dan cita el ataque personal, las injurias y la incitación al odio. Mentiras y falsas noticias difundidas sin descanso en las redes sociales, gota a gota, actúan como complemento de esa personalización negativa. La estratagema no es novedosa, su objetivo es liquidar políticamente al adversario sin sangre. La padecieron con anterioridad presidentes de Gobierno como Felipe González, Rodríguez Zapatero, Manuel Azaña y Largo Caballero. La reacción y sus voceros no toleran que otros gestionen el poder, e interviene sin demasiados miramientos.

Conviene refrescar la memoria de lo que pasó para comprender mejor el presente. Los sucesos de Montejurra del 9 de mayo de 1976, como es obvio, no impidieron que la Transición cuajara; en efecto, pero aquella emboscada en la cima del monte consiguió uno de sus objetivos: provocar el principio del fin de un Partido Carlista que, entonces sí, apostaba claramente por la democracia, la libertad y el socialismo autogestionario.