Digamos una vez más que no hay conflicto entre Cataluña y España como si fueran dos entidades soberanas e independientes entre sí. El conflicto existente no parte de las insatisfacciones de todos los catalanes, sino de las legítimas reivindicaciones de una parte de mis compatriotas respecto a su pertenencia al Estado español y a la forma de decidir sobre la misma. Ahora bien, ese conflicto de parte planteado por el secesionismo se ha convertido también en una pugna política interna entre catalanes cuya solución no puede por tanto tener a una de las partes marginada, como se han empeñado en demostrar reiteradamente los gobiernos independentistas de la Generalitat. Un conflicto que a todos atañe debe ser resuelto por todos los afectados sin apriorísticas exclusiones.
Para la resolución del conflicto, el actual Gobierno de la Generalitat y el conjunto del secesionismo, reiteran que tienen una cuestión que consideran innegociable: un referéndum para la independencia (pactado para unos, unilateral para otros). El Gobierno central y los catalanes constitucionalistas tenemos otra cuestión también innegociable que es además compartida por buena parte del resto de los españoles: ninguna solución puede provenir del incumplimiento de la legalidad democrática. O sea, que la cuestión político-metodológica central para unos consiste en votar directamente el futuro de los catalanes en un referéndum de autodeterminación y para otros en cumplir la legalidad vigente que por ahora no lo permite. Así pues, si este fuera el fondo del desencuentro existente, ¿no sería pensable que un posible camino intermedio a consensuar pudiera ser aceptar que en efecto debe consultarse finalmente al pueblo catalán, pero siempre dentro de los senderos que marquen las leyes en cada momento?
Aceptando esta posibilidad, es sin duda argumentable por parte del secesionismo que entonces podría realizarse una reforma legal de la Constitución que pudiera contemplar el derecho de autodeterminación. Hay que reconocer que se trata de una compleja discusión jurídica sobre si ello es posible y recordar que las constituciones europeas no admiten tal derecho, solo aplicable a los pueblos evidentemente colonizados, cosa que por supuesto Cataluña no es ni ha sido nunca. En mi opinión, sin embargo, en democracia y en una Constitución como la nuestra que no posee cláusulas de intangibilidad, pienso que tal eventualidad reformadora no puede ser denegada desde un punto de vista jurídico, aunque es más que evidente que la misma fue pensada, con oportuna razón, como un proceso riguroso y garantista por los padres de la Carta Magna.
Eso significa que en el campo de la política real lo que resulta notorio es que la mayoría parlamentaria que se requiere legalmente en estos momentos convierte a esta opción en una imposibilidad fáctica dada la existencia de una desfavorable correlación de fuerzas para aprobar el derecho de autodeterminación en las Cortes. Una mayoría desfavorable que, además, es previsible que no cambie en bastante tiempo. Por eso, la manera más realista y pragmática de conseguir que los catalanes nos pronunciemos sobre nuestro futuro es proceder a un diálogo entre nosotros que se dedique a estudiar la posibilidad de reformar el Estatut para asegurar lo que es verdaderamente vital, a saber: la mejor calidad de vida posible para la ciudadanía. Porque de eso se trata esencialmente. No de la gloria de Cataluña ni de España, sino de cómo conseguimos que los ciudadanos de carne y hueso (presentes y futuros) vivan con plenitud su propio proyecto vital individual, que es único e irrepetible. La cuestión primordial, pues, debería ir de ciudadanía y no de nacionalismos.
Desde esta perspectiva, el asunto central es que los catalanes dialoguemos en nuestro Parlamento acerca de qué podemos consensuar a partir de las posiciones de partida de cada cual. Y como quiera que para reformar o aprobar un nuevo Estatut se precisan dos tercios de los diputados, eso hace que resulte obligatorio buscar un amplio acuerdo en la cámara catalana que sea presentado a los otros copropietarios del Estado para su aceptación en el Parlamento español y, contrastada su validez por el Tribunal Constitucional, se ponga a consulta plebiscitaria de todos los catalanes, ejerciendo en solitario nuestra capacidad de decidir sobre el contenido de las relaciones entre Cataluña y el resto de España. De este modo, la línea roja de que todo se haga dentro de la legalidad quedaría salvada y la línea roja de que los catalanes votemos de manera refrendaria también. No es esta ninguna novedad política dado que es lo que hemos hecho los catalanes hasta ahora en democracia: buscar una mayoría suficiente en nuestro Parlament para dar vida política y jurídica a un Estatut.
Creo no equivocarme si afirmo que la mayoría de los constitucionalistas catalanes no sentimos la urgencia de una reforma del Estatut ni tampoco de la redacción de uno nuevo. Pero pienso igualmente que una gran parte no opondría resistencia para conseguir un nuevo consenso estatutario que devolviera a la sociedad catalana una mejor convivencia y una mayor cohesión social en la medida en que mis compatriotas secesionistas se sientan también atendidos en una parte de sus peticiones. Y si fuese el caso de que los secesionistas optaran también por el realismo y el pragmatismo teniendo en cuenta la malsana división frentista que existe en la sociedad catalana, la imposibilidad de que nadie imponga sus posiciones y la inequívoca apuesta del concierto internacional por respetar la legalidad española, deberían poder salvar su propia línea roja dado que al final del proceso serían los ciudadanos catalanes en solitario quienes decidirían si aceptan la propuesta de sus parlamentarios o bien la rechazan, obligando en el segundo supuesto a volver a la casilla de salida para tratar de buscar un consenso de contenido diferente. Si el secesionismo insiste en la idea de que todo lo que se refiera a la vía estatutaria es una pantalla pasada, mucho me temo que la superación de la actual situación será algo más que difícil, y que nos limitaremos a una mera y resignada “conllevancia” orteguiana entre catalanes a la espera de una nueva agudización de las contradicciones.
Todo lo anterior significa que un referéndum de autodeterminación sobre la independencia no es la única ni la mejor forma para que los catalanes nos pronunciemos sobre nuestro porvenir. Ni tampoco necesitamos el trampantojo de un acuerdo de claridad al estilo canadiense propuesto solo por una parte del secesionismo con el afán de seguir alimentando un posprocés para que no se desalienten las propias huestes secesionistas en estratégica espera para que sean más numerosas y se esté en mejores condiciones políticas para conseguir la independencia. Y, por supuesto, con fines electorales para poder seguir conservando la Generalitat in aeternum.
Hay otra manera de hacer las cosas que me parece que resulta más matizada, más realista, de resultado más estable y más incluyente respecto a la variada sociología identitaria, política y sentimental de los catalanes. Y, además, está dentro de la actual legalidad. Consiste en “obligar” a nuestros parlamentarios catalanes a que se pongan lo suficientemente de acuerdo como para presentarnos una solución votable (aunque no sea ni perfecta ni definitiva) que reformando el Estatut aglutine a la mayor parte de la ciudadanía, evitando que los radicalismos determinen la vida de la gran cantidad de catalanes que desean conciliación, concordia y cohesión social.
Quizá para algunos sea una fórmula menos emocionante y épica que un referéndum a cara o cruz sin más contenido decisorio que independencia sí o no, pero pienso que siendo inequívocamente democrática divide mucho menos a la sociedad catalana y tiene visos de ser mucho más sólida y duradera, asegurando una mejor convivencia civil para nosotros y para el futuro de los que vendrán. La permanente construcción de un país no se consigue levantando fronteras insalvables entre sus ciudadanos.