Carles Puigdemont vuelve a jugar de farol. En cuanto ha tomado cuerpo la posible reforma del delito de sedición para homologarlo a la legislación de la mayoría de los países de la UE, el expresidente de la Generalitat ha hecho saber su oposición a esta iniciativa por considerarla inútil para su futuro en particular y para el desenlace del conflicto entre los independentistas y el Estado español en general. De paso, dejó caer que un enviado del PSOE le visitó en Waterloo para tantearle sobre no se sabe exactamente qué. Un regalo para el PP, que ya se estaba asfixiando ante su pertinaz resistencia a cumplir con las obligaciones constitucionales de un partido de Estado respecto de la renovación del CGPJ.
La gestión por parte del PSOE del tempo de la probable reforma de la sedición no ha sido precisamente brillante. Una ministra absorta en la defensa de los Presupuestos Generales dijo desde la tribuna del Congreso lo que no debía decir sobre el calendario de la modificación de este delito, como si fuera una diputada de ERC, para entendernos, y se armó el lío. Puigdemont vio su oportunidad de tener algo de protagonismo y dijo lo que más le convenía y el PP se ha lanzado a la identificación de la X de esta negociación no confirmada por ninguna otra parte que no sea el expresidente de la Generalitat. Una comedia del absurdo, especialmente por parte de los protagonistas del PP, aquel partido que negociaba con los terroristas de ETA, a la que calificaba de movimiento de liberación nacional.
La reacción del PP no tiene mayor importancia en este asunto concreto de la supuesta negociación con Puigdemont, es el privilegio de la oposición. Descontadas las anécdotas de gestión del tema, la negociación es una hipótesis de trabajo a la que ninguna de las partes puede renunciar. Las premisas están claras. Ni el Estado puede permitirse que unos fugados de la justicia deambulen por la Unión Europea subrayando su incompetencia ni Puigdemont puede aspirar a sobrevivir como un presidente errante más allá de las fronteras de la UE. Y el margen de maniobra es muy limitado. Naturalmente, el impacto del desenlace en la opinión pública es muy diferente de ser el resultado de una negociación o del éxito de las iniciativas del juez Llarena. También cambia mucho para Puigdemont y su imagen un aterrizaje en Madrid escoltado por la policía o una comparecencia voluntaria ante el Tribunal Supremo.
La resolución del caso Puigdemont y el resto de fugados viene condicionada por el hecho de que buena parte del Gobierno de la Generalitat en 2017 fuera condenado, encarcelado y posteriormente indultado por los mismos motivos por los que el expresidente se marchó a Waterloo. Sin embargo, a pesar de esta limitación impuesta por el precedente, esta no deja de ser la mejor opción para Puigdemont. Naturalmente, él preferiría regresar a Barcelona con una guardia de honor formada por embajadores de los países de la UE, pero no parece razonable albergar este sueño a medio y largo plazo. Por el contrario, se intuye como algo más probable que el Parlamento europeo le retire definitivamente la inmunidad parlamentaria, convirtiendo su posición en insostenible de un día para otro.
Entre una y otra opción debería de existir un escenario de compromiso que nunca será satisfactorio para Puigdemont, sus seguidores y los propagandistas del legitimismo. Tampoco para quienes creen que el expresidente debería permanecer per secula seculorum en la cárcel. Se hace difícil imaginar cualquier avance sin la reforma del delito de sedición y sin la contemplación de un indulto como final del proceso, como el concedido a sus compañeros de aventura. Que Puigdemont se instale en el farol y desprecie esta salida, o que el Gobierno de Pedro Sánchez permanezca en silencio sobre ella, no van a enterrarla como hipótesis sostenible.