En la Copa de Europa de la temporada 87-88, aún con el antiguo formato, cuando los equipos se enfrentaban en eliminatorias directas desde la primera ronda después de un sorteo puro, el Real Madrid de la Quinta del Buitre había eliminado, sucesivamente, al Nápoles de Maradona, al Oporto, entonces vigente campeón, y al Bayern de Múnich.
Aquel Madrid era un vendaval. Yo era muy pequeño, pero recuerdo aquel fútbol incontenible, aquel despliegue voraz de los jugadores, aquella mezcla explosiva de talento e intensidad que convertía al equipo en una oleada incesante. Aquel equipo tenía toda la pinta de que iba a marcar una época. También en la Copa de Europa. Y aquella temporada daba la sensación de que nada podía oponerse a lo que parecía un destino inexorable. Insisto: Nápoles, Oporto y Bayern. Abrasándolos.
En semifinales esperaba el PSV. No parecía el rival más complicado para el Madrid, porque los más complicados ya se los había quitado de encima. Pero el PSV empató a uno en el Bernabéu en la ida y en la vuelta aguantó el 0-0 inicial. El Real Madrid quedó eliminado. A pesar de las múltiples ocasiones del partido de vuelta. Seguía siendo un equipo espectacular. Y joven. Pero allí, en Eindhoven, en el Philips Stadion, algo se quebró. Y la conciencia de toda una generación de madridistas procesó aquella eliminación como una especie de maleficio: si, tras veintidós años sin ganarla, aquel equipo majestuoso tampoco iba a ser capaz de alzar la Copa de Europa en aquella edición en la que había sometido a los principales favoritos, el Madrid ya no la ganaría nunca.
Yo, a mis siete años, tras aquel partido, estaba convencido de que no vería ganar nunca una Copa de Europa al Real Madrid. Yo, un madridista catalán, vi ganar antes una Copa de Europa al Barça. Yo, durante mi infancia y adolescencia, tuve que soportar las chanzas sobre el papel del Madrid en la máxima competición europea: “Y el Madrid, ¿qué?, ¿otra vez campeón de Europa?”. Hay que explicárselo a los más jóvenes: hubo una travesía por el desierto de 32 años, en los que la leyenda del Madrid en Europa se convirtió en algo demasiado remoto que dejó de pesar en los rivales y cuyo mérito se cuestionaba con mofa: aquello de las Copas de Europa en blanco y negro. Insisto: el peso de la historia y el escudo se habían volatilizado en la competición reina del viejo continente. El Real Madrid tuvo que resurgir de entre los cascotes de una lenta y dolorosa demolición. Dejó sembrada alguna semilla con aquellas remontadas de los años ochenta en la UEFA, pero en la máxima competición había dejado de ser el dominador. Y ese es el contexto desde el que hay que evaluar la hazaña del Real Madrid en los últimos 24 años.
Cuando el Madrid iba a disputar la final de Ámsterdam en 1998, yo iba a cumplir dieciocho años, y llevaba diez convencido de que no vería ganar una Copa de Europa al Madrid. Desde entonces, le he visto ganar, ya con el nuevo formato, ocho Champions. Dos más que las seis en blanco y negro que forjaron su leyenda. En estos 24 años el Madrid ha ganado más copas que el segundo que más ha ganado. Y en los últimos ocho ha logrado tantas como el Barça en toda su historia. No solo eso: ha vencido en todas las finales que ha disputado desde entonces, una absoluta anomalía estadística.
La Champions de esta edición ha sido la última vuelta de tuerca de esta nueva era. No solo por haber superado a todos los favoritos, sino por haberlos superado desde allí donde habita lo inefable, oponiéndose a la lógica, al algoritmo, a los sesudos análisis, a los menosprecios, y transitando por la cuerda del funámbulo, asomándose al abismo, despeñándose, incluso, y resurgiendo no se sabe cómo, para coronar, 24 años después, la forja de la nueva leyenda blanca en Europa, la que nuestros hijos contarán a sus nietos para perpetuar el legado de un club irrepetible en la historia del deporte, el mismo legado que me transmitió mi tío Manolo, fallecido en 1996, con 45 años, sin haber visto ganar una Copa de Europa en color a su Madrid. Y eso le debo yo también al Madrid por cada una de estas ocho Champions: el pequeño milagro de sentir la felicidad imaginada de mi tío como si fuera una felicidad real, tangible, porque soy capaz de verlo sonreír, más allá de la materia y el tiempo que nos limitan, como sonreía cada vez que el Madrid ganaba.