El expresidente Quim Torra ha vuelto a ser inhabilitado por desobediencia, exactamente por confundir el balcón del Palau de la Generalitat con el balcón de su piso particular. Su condena estaba cantada, dado su propio precedente; y su reacción, también. Torra cree que el independentismo debería quemar inmediatamente las naves de su relación con los gobernantes de España y a ver qué pasa. No parece que ERC esté muy dispuesta a descubrir lo que pudiera pasar de seguir las sugerencias del expresidente, más bien prefiere arrinconarle en el panteón de las almas en pena, muy concurrido por las secuelas del procés. De todas maneras, hay que reconocer que Torra puede tener la sensación de ser el chivo expiatorio de la apropiación simbólica de las instituciones y del espacio público protagonizada por el independentismo.
El paisaje público catalán (fachadas de edificios, plazas, farolas, indicadores de carretera, etcétera) se tiñó hace años de amarillo, se pobló de esteladas y carteles anunciando la buena nueva de la pertenencia de algunos municipios a la imaginaria república. Una situación de semejante intensidad en la apropiación del espacio por parte de un Movimiento político solo podía ser recordada por los más viejos de cada lugar, aunque la mayoría se guardó de expresar una comparativa tan cruel. Contrariamente a la reacción producida por la colocación de las pancartas por el entonces presidente en el Palau de la Generalitat, la colonización independentista del espacio público por iniciativa o permisividad local casi nunca ha despertado interés judicial, salvo contadas excepciones, cuando implicaban la retirada de la bandera española, por ejemplo.
Es posible que un principio de prudencia aconsejara no abrir la caja de los truenos en formato de batalla judicial generalizada por unas banderas de partido que hubieran convertido el país en una olla a presión mucho más explosiva de la que ya fue. Tal vez esta contemporización y el alto cargo que ejercía en aquel momento pudieron llevar a engaño a Quim Torra cuando se planteó colgar sus pancartas; aunque tal vez el expresidente simplemente vio la oportunidad de entrar en la categoría de represaliado a bajo coste, intuyendo perfectamente que su protagonismo en la Generalitat sería efímero. Fuera como fuere, le ha sucedido lo que todo el mundo preveía.
El episodio protagonizado por Torra puede considerarse la culminación del proceso de apropiación del paisaje institucional y colectivo sufrido en Cataluña por parte de la simbología soberanista. De todas maneras, vista en su conjunto la maniobra de confusión de lo público con lo privado, la provocación de Torra a la Junta Electoral es poco más que una anécdota. Lo relevante de toda la operación partidista es el desprecio que implica respecto a la pluralidad del país y la falta de respeto expreso por la neutralidad física de las instituciones que representan a todos los ciudadanos. La primera víctima de esta ocupación fue la senyera, la bandera oficial de Cataluña.
No hace falta ser un adivino para imaginar qué dirían los protagonistas de esta ocupación simbólica si los símbolos prodigados en las propiedades y mobiliario público correspondieran a otros partidos. Pero ellos (no todos, felizmente) se sintieron legitimados a decretar que las calles eran suyas, a ocupar los balcones institucionales con sus eslóganes y su bandera. Una perversión de la convivencia practicada en nombre de la democracia, creyéndose su propia propaganda y dejándose llevar por la peligrosa concepción de sentirse los únicos representantes del país, en correspondencia a su falsa autoproclamación como los “buenos catalanes”. Y menos mal que Putin no les mandó unos contenedores con banderas rusas que ahora deberían esconder a toda prisa.