La guerra de Ucrania ha aletargado la otra guerra, la de la calle Génova. De madrugada, los barones populares salieron de su encuentro con Pablo Casado, que resistió las presiones y se mantendrá en su puesto hasta el congreso. El todavía presidente del PP ha logrado una victoria pírrica, una salida airosa, con dignidad dicen en su entorno, después de ser abandonado por todos, incluidos sus fieles.
La sociedad ha evolucionado. Julio César fue acuchillado en las escaleras del Senado. Casado también, pero sin sangre, aunque eso no impide la decepción y la humillación de alguien que todavía no entiende qué ha pasado. Qué le ha pasado.
La guerra civil con Ayuso desencadenó acontecimientos, pero Ayuso no ha salido vencedora. Se ha replegado a los cuarteles de invierno porque los barones no estaban dispuestos a darle la joya de la corona: la presidencia del partido. Primero, porque ciertamente es un valor en alza que favorece sus expectativas, pero está por ver que fuera de Madrid tenga el mismo éxito que en la capital y porque tiene los pies manchados de barro con el asunto del trato de favor a su hermano. Está también por ver qué decide la fiscalía, pero cada día surgen datos. En solo 24 horas, el perfil profesional de Tomás Díaz Ayuso se ha borrado de las redes sociales porque, según la empresa, para la que supuestamente trabajaba, no tenía las competencias de las que se jactaba, y las mascarillas que adquirió no eran, ni de lejos, las que figuraban en el contrato. Amén de que su hermana, la todopoderosa presidenta Isabel, habló de comisiones. Tuvo que salir el general Miguel Ángel Rodríguez para puntualizar en un comunicado: no son comisiones son contraprestaciones.
Casado pensaba que en esta guerra civil, con corrupción mediante, el partido le iba a dar apoyo. No ha sido así porque los barones veían a un líder errático, demasiado ocupado en hacerles la cama con la mano ejecutora de Teodoro García Egea, y, lo más importante, que no despegaba en las encuestas cuando enfrente tenía al peor PSOE y al Gobierno enfrascado en cuitas internas. Alberto Núñez Feijóo, el eterno candidato, la eterna esperanza, salió del armario porque vio su oportunidad. Era el momento con una clara dicotomía: ni Ayuso, ni Casado. Los barones salieron en tromba en su apoyo, en su salvación, porque salvar al ganador siempre es más beneficioso que auxiliar al que se está cayendo por el precipicio. Así Pablo Casado cavó su tumba.
Las encuestas que conoceremos este fin de semana no serán un buen augurio porque la bronca, patética y desangrada, ha dejado en las raspas al PP y ha engordado a Vox. Que Sánchez no convoque elecciones se ha interpretado como un favor al Partido Popular, para que pueda recuperarse con el efecto Feijóo, un efecto que no será inmediato porque, fuera de Galicia, Feijóo es un perfecto desconocido. Pero, no se equivoquen, sin un PP razonable, la izquierda tiene un problema, aunque Feijóo sea peor candidato que Casado para Sánchez, porque representa un PP más centrado.
La izquierda y la derecha, el país en general, deben ponerse las pilas porque Vox no ha encontrado su techo. La izquierda necesita recuperar la ilusión para que los votantes vuelvan a sumarse al proyecto de la coalición que está resentido. El PSOE no está para tirar cohetes y Yolanda Díaz todavía va en pañales. Los dos partidos necesitan tiempo y el PP, el tercero en discordia, también, porque sin un partido de derechas sólido el camino de la ultraderecha facciosa y populista está expedito. Sánchez no le ha hecho un favor al PP, ni el PP debe asumirlo como tal. Ha hecho un favor a los grandes partidos del bipartidismo para salvar los muebles en 2023, y la guerra no lo va a poner fácil porque el horizonte de recuperación económica se va a ensombrecer, y de qué manera.
Ahora Feijóo debe deshojar su margarita y dejar atada su sucesión en Galicia. Es el candidato a voces para salvar a un PP derrengado por un suicido colectivo en directo, pero también es la única esperanza de frenar a la ultraderecha que, otra vez la guerra, va a ayudar a subir enteros.