Una clase social no se define por su poderío económico sino por su hegemonía social. El vacío de la clase dirigente en Cataluña se vislumbra cuando se le pide que actúe de puente entre una sociedad tribalizada por el independentismo y un futuro mejor, más moderado en lo político y más emprendedor en lo económico.
El discurso pactista del Círculo de Economía y los diálogos encubiertos entre la patronal Foment del Treball y Carles Puigdemont, son esfuerzos encomiables, pero no representan a la llamada burguesía catalana a riesgo de caer en un mecanicismo garrulo. La burguesía ya no es el sujeto, pero puede ser algo más que un predicado, como cantó Jacques Brel.
Después de los comicios de Castilla y León, el president Aragonès le exige a Sánchez que avance en la negociación Gobierno-Govern para evitar el ascenso del pacto PP-Vox. ¿Quién puede secundar semejante desatino? ¿Nos hemos de entregar al soberanismo para aislar al partido de Abascal que acaba de montar en Madrid una Internacional Negra, presidida por el húngaro Viktor Orban?
Ninguna burguesía, que no fuese la zombi, podría caer tan bajo. Las élites catalanas saben bien que se trata de sacar del tablero a soberanistas y a Vox, a los dos. Y estas mismas élites apoyan una hipotética abstención del PSOE en Castilla y León acompañada de una gran coalición en la sombra que actúe de cordón sanitario en toda España, matando así a dos pájaros de un tiro. Europa nos contempla y nos exige el marco republicano de Macron, frente a Le Pen y Éric Zemmour, o la línea roja de Merkel, que frenó el avance hitleriano de AfD.
¿A que burguesía se refieren los que hablan pomposamente de ella? Antes de que nos lo aclaren, podemos tomar el concepto de esta clase social como el segmento del pueblo que emprende, inventa e influye, después de romper el vínculo del vasallaje. Es la parte de la sociedad meritocrática de carácter claramente europeísta que en España se desmarcó del Antiguo Régimen durante la Transición.
Detrás de ella está apareciendo la alternancia generacional de los nuevos emprendedores, cuyo rastro se percibe en empresas exitosas --Cellnex o Fluidra, entre otras-- pero que se pierde cuando buscamos a sus protagonistas en las fundaciones culturales y los patronatos museísticos, al estilo del MNAC o el MACBA. A merced de los nombres que dominan en estos dos emblemáticos casos --los Basi, Godó, Juncadella, Carulla, Rodés, etc, en el MACBA, y la panoplia de la Fundación Amics del MNAC, compuesta por patrocinadores al socaire de lo público-- la alternativa solo se ve en la línea sucesoria de algunos linajes. Cambian los patronímicos, pero no las sagas. Estas últimas desaparecen, como ocurre también en la Fundació la Caixa, vinculada a las élites, no a la burguesía.
Paralelamente, los aislados se alargan hasta extinguirse, como la postrera sombra de los Bertrand i Serra, tras muchos años al frente de la Fundació del Liceu, tomada al fin por los jerarcas de la burocracia pública que sufragó los gastos de su incendio. Vivimos los rescoldos de malogrados ejemplos, como los de Leopoldo Rodés o Carlos Güell de Sentmenat, y contamos incluso con supervivientes, como Joan Uriach, en su triple vertiente empresarial, académica y fundacional.
Los casos citados explican que la burguesía no expresa solamente un determinismo económico; necesita desplegar sus tentáculos en el mundo de la cultura y volver a ser hegemónica en el entramado de los organismos intermedios. Después de la aventura destructiva del procés --más de cinco mil empresas han deslocalizados sus sedes sociales y no vuelven-- los nuevos emprendedores viven en el alambre: están condenados a entenderse con los legitimistas que adoran el pasado o con los republicanos que aplauden el futuro incierto de una Cataluña sujeto de derecho.
¿Quién es la burguesía catalana hoy? El historicismo difumina la respuesta. El empuje revolucionario del vapor desapareció el día en que la ciencia resituó a sus descendientes para englobarlos en la amalgama de la clase dirigente.