La Iglesia católica española necesita con urgencia un buen departamento de relaciones públicas. No digo que los exorcistas no sean necesarios, pero tal vez convendría reforzar un poco el sector comunicativo de la clerigalla, aunque solo sea para intentar parar los golpes que los representantes del Señor en la Tierra se pegan a sí mismos. Las recientes declaraciones del escritor Alejandro Palomas sobre los abusos a que fue sometido de niño por un cura (que sigue vivo, aunque muy mayor, en una residencia para clérigos jubilados) son un clavo más en el ataúd de la Iglesia nacional, que lleva años sometida al escrutinio popular por sus pecados de la carne (fresca), sin que ello sirva para que sus máximos representantes se tomen la cuestión en serio. Mientras el Papa insiste en que hay que hacer algo al respecto, la Conferencia Episcopal Española mira hacia otro lado, se disculpa con la boca pequeña y deja que de las posibles investigaciones se ocupen en el Vaticano, que para eso está.
Las constantes maniobras de despiste incurren ya en la pura desfachatez, lo cual resulta especialmente grave en un Estado teóricamente laico como el español. Tal vez ha llegado el momento de judicializar a la clerigalla y de que los civiles se encarguen de lo que no se ocupan los afectados por unas acusaciones que no paran de producirse y que no son afrontadas por estos de la manera más pertinente. Ya que a ellos no parece afectarles el voto de castidad --que se han impuesto ellos mismos, por otra parte, aunque algunos se lo salten cuando les conviene--, quizás debería ser la sociedad que los acoge quien les recordara que cuando Jesús dijo lo de “dejad que los niños se acerquen a mí” no se refería al trato sufrido por el señor Palomas y por tantos más a lo largo de los años.
Puestos a recordarles a los curas sus votos, no estaría de más fijarnos en el de pobreza, que también lo entienden a su peculiar manera, como acaba de poner de manifiesto esa larga serie de sitios que, entre 1998 y 2015, la Iglesia católica puso a su nombre, aunque pertenecieran a otros o no se supiera muy bien de quién eran. En caso de duda, para nosotros, pensó algún cerebro privilegiado de la organización. Y dicho y hecho, aprovechando una ley de la era Aznar que les facilitaba la labor. Tanta acumulación de propiedades no se compadece muy bien con las enseñanzas de Cristo --¿recuerdan lo del rico pasando por el ojo de una aguja y el pobre accediendo al paraíso?--, e incluso recuerda cierta teoría con respecto al celibato, según la cual éste se impuso para impedir que los posibles bienes de los sacerdotes acabaran en manos de su viuda y sus hijos, arrebatándoselos a la Santa Madre Iglesia, que siempre sabe mejor que nadie lo que hay que hacer con el dinerito.
Los abusos a menores y la mala costumbre de arramblar con propiedades ajenas constituyen dos frentes abiertos en el seno de la Iglesia católica que ésta debería tomarse un poco más en serio, aunque no detectemos una gran tendencia a hacerlo, de ahí que deban tomar cartas en el asunto otros estamentos sociales ajenos al clero. Si de los curas depende --como demuestran permanentemente con su actitud huidiza y poniendo cara de yo-no-fui, como diría Rubén Blades--, no solucionaremos nunca ni el tema de los abusos sexuales ni el de la codicia aplicada a los inmuebles. Si la Iglesia persevera en lo de comportarse como una secta destructiva o como la mafia, tal vez ha llegado el momento de aplicarles los tratamientos judiciales que se reservan para esas asociaciones básicamente destructivas. No se puede ir tan sobrado, en general, cuando se vive de la sopa boba, en particular, ya que trabajar, lo que es trabajar, no se puede decir que sea exactamente a lo que se dedican nuestros curas.
Lo que sabemos es que algunos de ellos abusan de menores desde tiempo inmemorial, a menudo protegidos por sus superiores, y que la jerarquía muestra cierta tendencia a quedarse con lo que no es suyo. Estamos hablando de sendos delitos a los que se suele hacer frente con el Código Penal en la mano. Y creo que la Iglesia ha tenido tiempo suficiente para afrontar esos problemas desde dentro, lo cual es evidente que no se ha hecho. Por no hacer, ni se ha reforzado el departamento de relaciones públicas ni se ha puesto en manos de profesionales de las excusas y el paripé lo de dar explicaciones. Ya sabemos que su reino no es de este mundo (aceptamos pulpo como animal de compañía), y nos parecería estupendo que llevaran la teoría a la práctica, pero mientras sigan metiendo las manos donde no deben, habrá que vigilarlos de cerca: si la justicia militar es un término discutible, todo parece indicar que la justicia eclesiástica es, directamente, un oxímoron.