El lunes por la tarde ocurrió algo maravilloso sin que casi me diera cuenta: Whatsapp e Instagram dejaron de funcionar durante seis horas, así que pude dedicar toda mi atención y energía a disfrutar de la compañía de Alicia (nombre inventado), la antigua asistenta en casa de mi abuelo, que estaba de visita en Barcelona.

Alicia ha vivido toda su vida en la capital catalana, pero unos años después de morir mi abuelo decidió jubilarse y mudarse a su pueblo, en Castilla-La Mancha, donde aún tiene familia. “Es un pueblo muy feo, pero tiene una plaza con mucho ambiente donde siempre te encuentras a alguien que te invita a una cerveza y a una tapa”, me explicó, muy contenta, después de tres años sin vernos.

En lugar de una cerveza, Alicia y yo nos tomamos un té verde y unas galletas ecológicas en una cafetería hípster del Poblenou, que tiene la ventaja de estar junto a un parque infantil con columpios, elemento esencial para que mi hijo esté entretenido y yo pueda conversar con un adulto.  

En circunstancias normales, además de estar pendiente de que mi hijo no se caiga o se coma un chicle pegado al suelo, mi conversación con Alicia hubiera sido interrumpida en varias ocasiones por la llegada de mensajes de Whatsapp y mis absurdas incursiones a Instagram para comprobar si alguien había comentado mi último stories. Pero la otra tarde, después de media hora sin recibir un mensaje ni poder actualizar Instagram (pensando que era culpa mía), acabé olvidándome del móvil.

Y ahí estábamos, Alicia y yo, charlando tranquilamente y contándonos la vida, como lo hacíamos en 2008. Sin bip bips ni vibraciones irrumpiendo en cada momento. 

Hay personas que marcan nuestra infancia y juventud, y Alicia, para mí, es una de ellas. Cuando estudiaba en la universidad, a menudo me quedaba a dormir en casa de mi abuelo, porque así podía salir de fiesta hasta las tantas de la madrugada y no tener que coger el coche para volver a casa. Primero cenaba con mi abuelo —judía con patata, una tortilla, algo sencillo— y después, cuando mi abuelo ya se había acostado y esperaba a que llegara la hora de salir para el bar de copas, me quedaba con Alicia en la cocina, charlando de cine, libros o de su afición por restaurar muebles y encuadernar libros. Solo estábamos ella y yo, y el viejo televisor de la cocina proyectando una peli antigua o uno de esos concursos salchicheros de los viernes. El telenoticias nunca. Alicia no soportaba, y sigue sin soportar, la política

“En lugar de ponernos una tercera dosis, tendríamos que dar todas las vacunas que sobran a los países del tercer mundo”, fue el único comentario político que soltó Alicia el pasado lunes. Me explicó que echa de menos Barcelona, el cine, los museos, las amigas, pasear por calles llenas de gente, pero en su pueblo ha descubierto que tener todo el tiempo del mundo también puede ser una buena forma de ocio. Tiempo de calidad, y no una agenda frenética de actividades, donde uno está haciendo algo con la cabeza pensando en otra cosa. 

Yo tampoco es que tenga una agenda muy activa, pero sí me doy cuenta de que por culpa del móvil a veces estoy en el parque con mi hijo y en lugar de estar disfrutando de sus risas, estoy chateando con las amigas para organizar una cena, escribiendo a mi padre para decirle que ha llamado el pintor o posteando alguno de mis artículos en Facebook o Instagram. Y después llego a casa y me pongo de mal humor porque ese día me gustaría haber hecho muchas más cosas y no me ha dado tiempo.

“Un enigma de la vida moderna es que muchos de nosotros sentimos que nos falta tiempo, a pesar de que trabajamos menos que nuestros antepasados. En el siglo XIX, los sindicatos reivindicaban ‘ocho horas para trabajar, ocho horas para descansar y ocho horas para lo que queramos’. En el siglo XX, lograron reducir las horas de trabajo. Pero, ¿qué ha pasado con todo ese tiempo libre que ganamos para hacer ‘lo que queramos’?”, se planteaba esta semana la columnista británica Sarah O’Connor en el Financial Times. 

Según datos de la OCDE citados por la periodista, el tiempo medio que las personas dedican al ocio ha disminuido desde los años 80. En la década de 2010, el tiempo medio dedicado al ocio se redujo en ocho de los 13 países para los que se dispone de datos. Cayó un 14% en Corea del Sur, un 11% en España, un 6% en los Países Bajos, un 5% en Hungría y un 1% en Estados Unidos.

Un factor que explicaría este fenómeno es que la disminución de las horas de trabajo semanales se ha estabilizado. En los países de la OCDE, el promedio de horas semanales de trabajo se ha estancado en alrededor de 40 desde la década de 1990.

Otro factor es el tiempo que dedicamos al cuidado de los hijos. Un estudio citado por el FT demuestra que tanto hombres como mujeres dedican hoy mucho más tiempo al cuidado de los niños que en la década de los 70. Teniendo en cuenta que las mujeres también dedican hoy mucho más tiempo al trabajo remunerado, entonces, ¿quién cuidaba a los niños en la década de 1970?, se plantea O’Connor. 

La columnista lanzó esta pregunta en Twitter y recibió un aluvión de respuestas de personas que recuerdan jugar al aire libre sin la supervisión de un adulto, regresando a casa solo para comer y acostarse. O jugando en el lugar de trabajo de sus padres.

Está claro, pues, que ahora el cuidado de los niños es una actividad en sí, mientras que antes era algo que hacías mientras realizabas las tareas del hogar o socializabas. Normal, teniendo en cuenta que muchos padres trabajan y “echan de menos” a sus hijos.

El último factor es el tecnológico. Los límites entre ocio y trabajo se disuelven si mientras estoy viendo la televisión reviso los e-mails de mi jefe o me pongo a ver un vídeo que alguien me envía por Whatsapp mientras trabajo. Menudo lío. 

Puede que la solución sea trabajar menos horas a la semana. Pero ya predijo el economista John Maynard Keynes en 1930 que no sería fácil: “No hay ningún país, ni ningún pueblo, creo yo, que pueda mirar hacia la era del ocio y la abundancia sin temor. Porque hemos estado habituados durante mucho tiempo a esforzarnos y no a disfrutar”.