Sostenía John Lennon en una de sus canciones que A working class hero is something to be; es decir, que ser un héroe de la clase obrera es algo a lo que aspirar. Eso sería antes, digo yo, porque de un tiempo a esta parte lo que se lleva, a la hora de ser alguien, es presentarse como víctima de la sociedad, de la historia o de cualquier desgracia en general. Aún recordamos dos casos célebres de víctimas que luego resultaron no serlo: Enric Marco, supuesto prisionero de los campos nazis y presidente de la Amical Mauthausen, y Tania Head, supuesta víctima del atentado contra las Torres Gemelas del que ahora se cumplen veinte años, quien llegó a presidir la asociación de víctimas de la salvajada islamista haciendo como que escapó por los pelos de ella (hasta hay fotos suyas junto al alcalde Rudy Giuliani). Enric Marco le sirvió a Javier Cercas para escribir un libro. De Alicia Esteve Head (padre español, madre inglesa), que así se llamaba Tania, nada se sabe desde que fue despedida de una empresa de su Barcelona natal ya algo avanzado el siglo XXI al descubrirse el pastel (se comentó que podría haberse suicidado, pero tampoco eso está claro). En ambos casos, se llegó a la conclusión de que aspiraban a la trascendencia, a ser alguien, a convertirse en una especie de héroes contemporáneos gracias a su condición de víctimas. Marco y Head representaron un paso de gigante en la consagración del victimismo como forma de vida. Y yo diría que, a su manera, hicieron escuela.
Últimamente hemos asistido a dos casos de victimismo mentiroso dentro del colectivo homosexual que me han hecho recordar a Enric Marco y Tania Head. Ha sido en pocos días. Primero, las dos influencers que atienden por Devermut aseguraron haber sido echadas de un bar de Andalucía “por ser bolleras”, en sus propias palabras. Luego, en Madrid, un chaval de veinte años dijo haber sido torturado por ocho encapuchados en el portal de su casa de Malasaña y haber encajado un corte en el labio y varios en las nalgas, donde le habrían grabado a cuchillo la palabra “maricón”. Cuando los del bar andaluz dieron su versión de los hechos --que habían tenido que echar a las Devermut por molestar a los parroquianos y maltratar a los camareros--, se desinfló la historia de las influencers, y lo mismo ocurrió cuando el tipo supuestamente pasado a navaja confesó que se lo había hecho todo un compañero de juegos cuya existencia prefería mantener oculta para que no lo plantara su novio, que es quien que tuvo que arrastrarlo prácticamente hasta la comisaría para que presentara denuncia.
¿Por qué hicieron lo que hicieron? En el caso de las Devermut, puede que quisieran ampliar su ya notable lista de seguidores en las redes sociales; en el de los encapuchados, parece que por el muy humano deseo de conservar al ser querido tras echar una canita al aire de tono masoquista. Y se les podría despachar como simples merluzos si no fuese porque el colectivo homosexual recibe en España un maltrato que va a más y que ellos han utilizado para sus quince minutos de fama, dando armas a los intolerantes para, a través de ellos, denigrar a todo un sector social que les molesta: me temo que, a partir de ahora, ni las Devermut ni el chico de los navajazos van a ser muy bien recibidos en sus bares de referencia.
Pero lo que más me llama la atención es que en ambos casos se recurriera a la figura de la víctima para hacerse notar: ¿para qué aspirar a ser un héroe de la clase obrera cuando puedes ejercer de víctima y ser alguien a base de inspirar compasión? Es ésta una actitud que cada día está más extendida: las víctimas son los nuevos héroes. De ahí el fenómeno de los ofendiditos, genuinos aspirantes a víctima que siempre están dispuestos a ofenderse por lo que sea y exigir que se les defienda y se castigue a su supuesto ofensor. Convertir una desgracia, real o imaginaria, en el centro de tu discurso, de tu trayectoria vital, de tu posición en el mundo se está convirtiendo en algo que va más allá de fenómenos esporádicos. Y esa actitud se inspira siempre en un caso tan real como lamentable: claro que hay personas que han sido violadas, o abusadas en la infancia, o que pasaron por un campo de concentración, o que sobrevivieron a un atentado espeluznante…¿Pero qué es lo que lleva a gente que no pasó por ninguna de esas desagradables situaciones a inventárselas y sostenerlas hasta que el castillo de trolas se desmorona? ¿Y si el castillo resiste? Recordemos el calvario por el que pasó aquel italiano al que su mujer española, Juana Rivas, acusaba de todo tipo de infamias que las feministas más obtusas se tragaron sin rechistar y que, si no me equivoco, lo llevaron a pasar un tiempo a la sombra (luego fue ella la que acabó presa, pero en el ínterin ya había convertido al padre de sus hijos en un apestado). Y hasta la hija de La Más Grande se ha forrado explicando sus supuestas miserias conyugales en un canal de televisión y cosechado la solidaridad de una ministra.
Utilizar a esos majaderos (y majaderas) de los últimos días para negar los problemas a los que se enfrenta el colectivo gay resulta más bien miserable, aunque también lo es inventarse que España es un infierno para los homosexuales. Tengo la impresión de que a la mayoría de los heterosexuales nos da igual con quien se acuestan nuestros congéneres, y que solo una minoría de tarados se ve impelida a insultarles o pegarles, una minoría que es un problema de orden público y, en todo caso, un tema de interés para la comunidad psiquiátrica, que tal vez descubriría cosas interesantes en sus cerebritos. Pero aquí nos va la histeria y cada uno aprovecha las desgracias, aunque sean imaginarias, para reforzar su agenda, ya sea contra el fascismo o contra el libertinaje o contra lo que más le convenga.
Las trolas de las Devermut y el de las marcas en el trasero no invalidan un problema real como es la homofobia, de la misma manera que las de Enric Marco no anulan las atrocidades de los nazis ni las de Tania Head el fanatismo criminal del islamismo radical. Pero molestan, entorpecen, confunden y desvían la atención de lo importante. Y, sobre todo, consagran la figura de la víctima como el nuevo héroe social, contribuyendo a que aspire a ella mucha gente que ve ahí una manera de hacerse notar, de marcar la diferencia, de ser alguien. Hoy día, si eres un varón blanco y heterosexual del que nadie abusó en la infancia y que no puede agarrarse a nada para hacerse la víctima te conviertes en un sujeto sospechoso e irrelevante del que pronto se dirá, como de los fusilados en la retaguardia durante la guerra civil o los asesinados por ETA, aquello tan siniestro y miserable de “Algo habrá hecho”.