A fuerzas de darle vueltas un día tras otro a los mismos temas o, más exactamente, al monotema de Cataluña y el soberanismo, tengo una irrefrenable sensación de estar hasta el gorro, de aburrimiento infernal y preocupación por el hecho de que acabemos todos un poco locatis. Aunque evidentemente, unos más que otros. Necesitamos cambiar de pantalla, desconectar y alejarnos de una realidad monocorde. Además, Barcelona aparece como ciudad otoñal, con hojas de los árboles poblando el suelo fruto de eso que se llama estiaje: el otoño conduce a la melancolía, se corta el día y nos invade la noche, es tiempo tristón.
Lo malo es que lo estamos viviendo con unos calores estivales que recalientan la sesera, producen irritación y dejan un estado de decaimiento que se añade a la fatiga pandémica y política que no nos abandona. Encima, la mayor movilidad e interacción social propias de la época estival están provocando llamativos repuntes en el contagio por Covid. La solución más fácil es culpabilizar a los jóvenes en general. ¿Acaso no podía preverse que esto podría ocurrir? Todo ello dificulta además el siempre doloroso ejercicio de pensar.
Empiezo a dudar si algunos vivimos en el mundo real donde habita el resto de los mortales o si nos habremos vuelto majaretas impulsivos compulsivos empeñados en seguir dando vueltas a lo mismo. Sobre todo, sin tener en cuenta para qué. En realidad es mucho más preocupante el espectacular repunte de temperaturas en Canadá o Francia, en torno a casi 50 grados. Dicen que, en general, este será un verano “duro”. Los árboles son lo suficientemente inteligentes para soltar hojas y reducir la exposición al calor cuando detectan que viene un proceso de altas temperaturas.
Hace dos años, el divulgador ambiental José Luis Gallego escribió un libro premonitorio con el título de Un país a 50 grados. En algunos sitios ya lo están. Advertía que “las distancias entre las olas de frío y calor se van a ir acortando y se manifestarán cada vez con mayor intensidad”. Asumir la realidad es un ejercicio fastidioso y, además, el calor siempre nos llega de golpe: no queda más remedio que acostumbrarse a noches tropicales, con temperaturas por encima de los 20º.
Vivamos en donde sea, el cambio climático es global. Sin embargo, la vida cotidiana no deja de ser local. Conjugar ambas dimensiones no es tarea fácil. Mas conviene detenerse, aunque solo sea de vez en cuando, en lo más cercano, aunque solo sea porque es más fácil, al menos en principio, ordenar lo pequeño que todo el resto. Probablemente nos queden incluso lejos las Cortes Generales y esas insufribles e inoperantes sesiones del Congreso, tan dadas a la acritud del lenguaje. Pero tampoco hay que irse Madrid para observar la inoperancia de la política como actividad: en Barcelona vamos sobrados de delirio que nos anega. ¿Alguien puede explicar qué está pasando con el proyecto de Museo del Hermitage, la ampliación del aeropuerto, las superilles del Eixample, la preocupación por la inseguridad, el incremento de la desigualdad, la demagogia sobre la participación ciudadana…?
Es difícil escribir una partitura sin saber cuanto más mejor, sin conocer qué piensan y quieren los barceloneses, sin investigar oportunidades y posibilidades. Siempre son más las sospechas o los recelos que las certezas. Pero aún estamos a tiempo para reflexionar sobre lo que deseamos que sea mañana una ciudad en donde los cortes cotidianos en la Meridiana se han convertido en una metáfora del despropósito. Empiezan a surgir iniciativas como marco para la reflexión. Una de las más interesantes quizá sea el Rethink BCN impulsado desde Foment del Treball, poniendo el foco en la idea de la gran metrópoli barcelonesa como marco en el que abordar el futuro. Hay otras de tipo sectorial, grupos o asociaciones en defensa de intereses particulares. El problema es cómo armar una alternativa de futuro que aúne voluntades, sume esfuerzos e imaginación para que la capital catalana recupere su capacidad de atracción y voluntad de futuro. Incluso para que retome su banda sonora anterior a la pandemia: el sonar de las maletas arrastradas por las aceras.
Barcelona necesita un proyecto encabezado por alguien o algo que crea firmemente en la posibilidad de ganar y en la necesidad de la colaboración público-privada para su reactivación. Hay una ausencia de coordinación porque no hay interlocución y demasiadas suspicacias. Falta voluntad de complicidad, de trabajar constructivamente para superar la actual situación y mejorar el gobierno o la gobernanza de la ciudad, pensar en lo mejor para ella. Tal vez, incluso, al margen de los partidos tradicionales. A estas alturas, es difícil determinar si las siglas tradicionales suman o restan algo. Barcelona no puede ser una conquista más de los partidos en su guerra particular por imponer sus postulados políticos, un campo de batalla entre independentistas y unionistas o una lotería donde una suerte de alianzas otorga a alguien el poder.
Es cierto que no existen precedentes en la ciudad, aunque sí en otros municipios de menor tamaño. Si realmente el hartazgo por los partidos y los políticos es muy relevante, una solución sin la presencia de “los de siempre”, podría tener acogida. En Francia, país de larga tradición, hemos visto unas recientes elecciones con casi el 70% de abstención: cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar. Quien confíe excesivamente en sus propias posibilidades o anteponga intereses generales por encima de los locales y pretenda seguir apostando por viejas promesas del pasado, que se lo haga mirar. Ernest Maragall, líder de ERC en el ayuntamiento barcelonés, aseguraba recientemente: “No veo ninguna razón para que no sea posible un entendimiento en que pudiésemos coincidir con los comunes por un lado y con JxCat por otro, los tres”. ¿Hasta cuándo durará el pacto municipal en Barcelona? Siempre se puede seguir el ejemplo de los árboles: soltar hojas cuando aprieta el calor.