Tenemos tal sideral montado que, tratar de interpretar lo que pasa, es como enfrentarse, no a un folio en blanco, sino a una resma, esperando que el presente se desparrame sobre ella como por arte de magia. Es imposible decidir hacia dónde mirar antes: Murcia, Madrid, Barcelona… Puro estrés institucional alrededor; visto además el Barça, institución catalana por institución, ¡menos mal que nos queda Montserrat! Como si no tuviésemos bastante con la tensión y angustia personal, fruto de la pandemia y sus consecuencias. Eso sí: el Gobierno de España y el Govern de Cataluña se parecen cada vez más, sobre todo por la forma tan intensa en que se odian los socios de cada coalición y estos con la oposición respectiva. También por la ineptitud que manifiestan para abordar los problemas cotidianos. Seguimos dando vueltas a lo mismo.
Nada más lejos de mi intención que adentrarme en el pantanoso terreno de lo ocurrido en Murcia: olía a “tamayazo a la murciana” y funeral de Ciudadanos desde el minuto cero. Quizá, como consuelo para algunos, el impacto en el ego de Pedro Sánchez del hueso de aceituna arrojado olímpicamente por el especialista Teodoro García Egea (PP). Bastante tenemos ya en Cataluña, donde parece haberse aplicado aquella máxima de “cambiar algo para que todo siga igual”. Más de lo mismo: ERC y JxCat intercambian papeles, así de sencillo. Pongámonos en lo peor: veremos días gloriosos en el Parlament y el Congreso. Falta formar Govern: lo harán, han de mantener a su gente ocupada. Los matrimonios de conveniencia ocultan siempre compromisos y complicidades, aunque acaben rotos con el paso del tiempo. Para colmo, esta legislatura catalana es la número 13: mal rollo para supersticiosos.
No vale la pena ahora devanarse los sesos sobre cómo se repartirán las consejerías: ya nos lo dirán. Lo más recomendable parece optar por el silencio, la desconfianza, el desprecio… y esperar. Quizá incluso entendamos por qué Salvador Illa ha sepultado a Eva Granados en una Mesa del Parlament donde su margen de maniobra será irrelevante. Quizá haya que escrutar La Moncloa para saber qué piensa el PSC, al que Ignacio Varela definía en El Confidencial como “un partido hermafrodita en materia de nacionalismo”. Víctima desde hace tiempo de la tibieza, como si quisiera hacerse perdonar algo, parece un reloj de pared parado que da la hora precisa dos veces al día, de forma tan fugaz que apenas sirve para nada.
Ahora bien: el hartazgo generalizado y la fatiga pandémica pueden mutar en enfado o apatía. Walter Benjamin recordaba que, en la revolución parisina de julio de 1830, los sublevados disparaban desde el primer día contra los relojes de las torres, con una vana ilusión de detener el tiempo para abrir una nueva etapa. Al pensador alemán, a quien la barbarie nazi llevó a acabar suicidándose en Portbou, le resultaban débiles los estímulos que le ofrecía su mundo, mientras que los premios del futuro le parecían demasiado inciertos. Es lo que ocurre a mucha gente a quien abruma esta sucesión de cambios, la celeridad de las cosas, el cúmulo de acontecimientos y disparates, de modelos de comportamiento, sin que se vislumbre indicio alguno de sensatez.
Las desigualdades siguen aumentando, estamos instalados en la media aritmética. Lo decía el poeta chileno Nicanor Parra: “Cuando hay dos panes con dos comensales y uno se come los dos, sale un promedio de un pan por persona”. Motivos hay para indignarse y quebrar la quietud: pero no sabemos cómo. Tanto da lo que ocurra, poco importa lo que pase, porque sucederá al margen de nuestra voluntad. Es difícil saber si somos presas del ayer y atrapados en el pasado o si estamos simplemente desorientados y ajenos tanto al hoy como al mañana. Intentamos interpretar la realidad y prever el futuro, cuando lo que nos gustaría es cambiarlo. Porque nos desagrada el presente y nos horripila el mañana que se intuye en manos de estos trapaceros que desgobiernan y parecen afectados por el “síndrome de Hubris”, de la arrogancia y la soberbia tan propias del ejercicio del poder en cualquiera de sus manifestaciones, dotados de un inmenso ego, lejanos de cualquier empatía con los ciudadanos y sus preocupaciones. “Aparentar” tiene más letras que “ser”; eso es lo que les pasa a estos: aparentan mucho por el ruido que meten, sin que sepamos lo que son en realidad.
Lejos de hacer un esfuerzo en aras de la conciliación y el consenso que permita superar la incertidumbre, vivimos inmersos en medio del ruido de frases tonantes, fuertes, contundentes. Nikos Kazantzakis escribió Libertad o muerte en 1953, sobre la independencia de Creta; Fidel Castro acuñó hace 70 años “Patria o muerte”, en defensa de la Revolución Cubana; ahora, nuestra “trumpita” particular, Isabel Díaz Ayuso, se ha sacado de la manga “Socialismo o libertad”. ¡Y un bocata de calamares! A buen seguro que los populares nos darán la chapa en los próximos meses con esta expresión del más puro populismo que puede tener muchos colores pero siente siempre una profunda aversión hacia la democracia y las instituciones, desprecia el pluralismo.
¿Qué habremos hecho para merecer esto? Al final, quizá no sea tan disparatada la idea de la alcaldesa de Barcelona de sembrar adoquines por la ciudad: a ver si debajo está la playa, como se proclamaba en Paris en 1968. También podía leerse entonces en la Sorbona que “la escultura más hermosa es el adoquín”. En tiempos de revuelta arden los contenedores y vuelan los adoquines. ¡La imaginación al poder!