La poliglotía permite negociar o dialogar sin que todos los participantes hablen el mismo idioma. En esas situaciones un bilingüe mestizo juega con mucha ventaja. En Cataluña, los nacionalistas consideran que los únicos bilingües son los catalanohablantes, argumento que también utilizan para afirmar, sin temor a equivocarse, que la inmersión lingüística ha sido un éxito incuestionable e intocable. El primer error de ese razonamiento, tan evidente como inmediato, emerge cuando acusan a los castellanohablantes de no ser mayoritariamente bilingües. Otro ejemplo de ese equivocado razonamiento es el cansino y alargado aaaaaa que repiten una y otra vez muchos catalanohablantes cuando intentar iniciar una intervención en un más que forzado español.
Al margen de si la aplicación de esa política lingüística --rayana en la delincuencia educativa-- ha sido un éxito o no, los nacionalistas catalanes están más que convencidos que al dominar las dos lenguas entienden a la perfección cuán cutre y retrógrado es el españolito de a pie. En el otro lado, muchos nacionalistas españoles alardean de su única lengua, común para todos, quieran o no.
Hace algo más de treinta años, cuando mis jóvenes alumnos independentistas manifestaban su superioridad --con la impertinente y reiterativa sonrisa-- por dominar ambas lenguas, les pedía que definiesen catalanismo en catalán, primero, y en castellano, después. Para ellos no había duda, el significado era el mismo en una lengua que en otra, en concreto, el que se recoge como cuarta acepción en el repertorio del Institut d’Estudis Catalans: “Moviment que defensa el reconeixement de la personalitat política de Catalunya o dels Països Catalans”. Hablaban en catalán y en castellano, pero semántica y políticamente solo pensaban en catalán.
Actualmente, resulta algo más que extraño que ninguno de los significados que otorga la RAE al vocablo catalanismo no aluda aún a un movimiento político; ni siquiera se aproxima la melosa segunda acepción: “amor o apego a lo catalán”, muy alejada también de la segunda que cita el IEC: “Devoció a les característiques i als interessos nacionals catalans”.
La traca final del diálogo con mis ochenteros alumnos indepes llegaba cuando les preguntaba sobre los significados de hispanismo y españolismo. En todos los casos las respuestas fueron siempre las mismas, ambos vocablos eran sinónimos de franquismo. Por supuesto, desconocían que el término hispanismo pudiera significar también “dedicación al estudio de las lenguas, literaturas o cultura hispánicas”, acepción que, sorprendentemente, aún no se incluye en el diccionario catalán. ¿Estas ausencias son una casualidad o una causalidad?
Comprenderán cuán difícil era, en ocasiones, debatir entre personas que hablábamos las mismas lenguas, pero dotábamos de significados distintos a palabras clave para comprender las relaciones culturales, sociales y políticas en Cataluña, en España y en el mundo hispánico. Año tras año, los debates se convertían en polémicas bizantinas que tan sólo zanjé una década más tarde y en una última ocasión. Fue cuando les recordé aquella preclara y premonitoria viñeta de Perich en la que dibujó a un nazi con el brazo en alto y a su lado a un independentista que también levantaba el brazo y hacia la señal de las cuatro barras, es decir, escondía el pulgar bajo la palma de la mano. La leyenda no dejaba dudas: “Sólo hay un dedo de diferencia”.
Al oír a Junqueras en la última e incomprensible entrevista de Évole, recordé una vez más al personaje de Perich. Las afirmaciones sectarias y excluyentes del líder de ERC le invalidan como interlocutor en cualquier mesa de negociación. Dialogar sigue siendo una tarea imposible si uno o los dos individuos consideran que su lengua contiene el único repertorio válido de significados para palabras comunes. La salida a este mayúsculo atasco político que vivimos sólo se alcanzará cuando los que negocien sean mestizos --en cuerpo, lengua y alma--, dejen de pensar en términos territoriales y todas las identidades les importe un comino o un rave, que más da.