En una curiosa novela, Ítalo Calvino dibujó un ácido panorama de la democracia representativa de mediados del siglo XX. En La jornada de un interventor electoral (1963) narraba cómo el dominante partido democratacristiano italiano movilizaba en favor suyo a los ingresados en un cotolengo. Inválidos, idiotas y moribundos desfilaban formando un retrato burlesco y lastimoso con el que Calvino reflexionaba sobre la miseria de la instrumentación política y los límites de la condición humana.
La deriva de la democracia occidental en las últimas décadas ha generado más ensayos que novelas, quizás porque la realidad sigue empeñada en superar a la ficción. La urgencia por reformar deficiencias del sistema parlamentario ha desembocado en irresponsables convocatorias de referéndums con resultados tan inesperados como difíciles de administrar. Pero que esas consultas puedan ser usadas por movimientos nacionalistas no invalida la utilidad de estos mecanismos de participación.
En Cataluña la consulta puede ser una vía posible para encauzar el conflicto de convivencia que ha generado el nacionalismo. Pero, como ocurría en el cotolengo de Calvino, sería absurdo plantear un referéndum sin tomar medidas preventivas que eliminen o mediaticen aquellos elementos que pueden determinar, de manera fraudulenta, el sentido del voto.
El referéndum que plantea el separatismo es una consulta que sigue el modelo de los plebiscitos franquistas, es decir, solo se acepta el resultado que apoya el poder convocante. Y para que eso suceda se puso en marcha el programa correspondiente de nacionalización de masas, tal y como lo diseñaron Pujol y sus cómplices.
Es de sentido común que una convocatoria de referéndum en Cataluña sobre la autodeterminación debe ser negociada. Se ha de explicar con todo detalle las ventajas y los inconvenientes de una hipotética separación, en términos económicos y emocionales. Pero, primero y ante todo, se ha de desmantelar o neutralizar todo el aparato nacionalista que ha generado este conflicto. No se puede votar con papeletas marcadas, no es democrático.
Se necesitaría explicar con todo detalle los abusos que durante 40 años ha perpetrado el nacionalismo con la lengua, la historia, la educación, la economía o los media. Quizás no sea necesario cuatro décadas, pero sí dos. Sería inadmisible convocar una consulta antes de 20 años, durante los cuales se deberían desmontar todos los mecanismos que los partidos nacionalistas han construido para imponer su discurso identitario y excluyente. Y para que el juego sea limpio, no estaría de más que observadores europeos pudieran certificar que nadie miente ni estafa. Es decir, que nadie afirma que España les roba o es aún franquista, o España es lo mismo que Estado español represor y demás falacias o delirios imaginarios.
Sin higiene democrática consensuada no es posible organizar referéndum alguno. Si el independentismo y demás nacionalistas se empeñan en convocar una consulta determinada por su ideología identitaria, puede suceder que ante tal dislate las reacciones de los votantes recuerden las anécdotas que el interventor electoral de Calvino dejó por escrito: “el elector que se había comido la papeleta, [o] aquel otro que al verse entre las paredes de la cabina con aquel pedazo de papel en la mano, creyéndose en la letrina, había hecho sus necesidades”.