Nada más bonito que ver al público de Palau de la Música gritando «independencia» y reclamando quién sabe qué libertades, quizás la de los señores de irse con sus queridas a gozar en el entreacto, como se ha hecho toda la vida en esta ciudad. El Palau de la Música es todo un símbolo de la Cataluña del procés, ahí se ha robado, ahí ha sido invitada la alta sociedad a gozar de lo robado, y ahí se ha decidido que España era demasiado miserable como para que Cataluña continuara colaborando con lo robado al bienestar general. Lo robado es nuestro y de nadie más.
El Orfeó, todo un símbolo de la Cataluña casposa, más el público, que estaba ahí para escuchar al símbolo de la Cataluña casposa, se unieron, comulgaron como quien dice, para reclamar libertades. A saber cuáles. No muy lejos, casi al lado, tengo yo mi casa, y a la misma hora en que el Palau de la Música se convertía en el epicentro de la libertad, Matías, que es mi pobre de referencia -hay tantos que cada vecino se ha hecho con uno-, no reclamaba nada más que un par de euros para comprarse un cartón de vino. La libertad es aquello que reclaman quienes ya tienen saciada su sed de vino peleón.
Nadie de los que reclamaban libertad sabía nada de Matías, y si lo hubieran sabido no le habrían soltado ni un euro, que una cosa es reclamar libertad para unos entes difusos que salen por televisión, y la otra es rascarse el bolsillo para un vecino, aunque sea un vecino sin techo ni casa. Libertad, libertad, sí, pero para los de nuestra clase. Al fin y al cabo, Matías ya tiene libertad para elegir entre emborracharse para olvidar su mísera vida o tirarse a la vía del tren y acabar con ella, no sé qué más quiere. Eso sí es libertad y no la de nuestros presos, que pronto van a salir pero no saben en segundo grado o en tercero.
Es bueno que la burguesía catalana se distraiga reclamando libertades. Mientras hacen eso, recortan cuanto pueden las libertades de sus trabajadores, eso es así desde que esa burguesía empezó a dominar la política catalana, de eso hace ya casi un par de siglos y ahí sigue, con el beneplácito de la CUP, que un día fue revolucionaria. Libertades, sí, pero para los que mandan, no sea que los descamisados las quieran también y vayamos a liarla. Los mejores sitios para iniciar esas revoluciones de clase alta son el Liceo, el palco del Camp Nou y el Palau de la Música, lugares donde la plebe tiene vetado el acceso. Si el padre de toda la murga, Jordi Pujol, inició ahí su carrera política con el sencillo hecho de soltar cuatro panfletos y repetir toda la vida que a causa de aquello pasó una noche en comisaría hasta que su papá lo rescató gracias a sus buenos contactos, lógico es que sus herederos elijan el mismo escenario para representar su farsa, la de reclamar libertades en un país en el que las tienen todas.
Un concierto de Navidad reclamando libertades y ensalzando lo que se ha dado en llamar Tsunami Democrático, con los palcos llenos de burgueses que después se van a ir a cenar opíparamente sin pensar ni por un segundo en los pringados que se pudren en la cárcel -y mucho menos en Matías-, no es más que un pesebre de la Cataluña actual, si entendemos por pesebre la representación a escala de la realidad. Se trata, como se ha tratado toda la vida, de simular que somos valientes capaces de cualquier barbaridad. Pero desde un palco, no sea que se nos confunda con la plebe.