Entre 2008 y 2013, España padeció dos crisis económicas. La primera fue consecuencia de la explosión de una gran burbuja inmobiliaria y la falta de solvencia de numerosas entidades financieras. La segunda de la aplicación de la austeridad en el sector público. Las dos fueron casi consecutivas. En el segundo trimestre de 2010, cuando remitía la inicial, se empezaron a adoptar las medidas que darían lugar a la última.
A pesar de que es muy difícil distinguir las negativas repercusiones de cada una de ellas sobre el crecimiento económico, mi impresión es que el coste de la segunda fue superior al de la primera. Al menos así parece desprenderse del análisis del PIB. Entre 2008 y 2010, la producción cayó el 2,7%; en cambio, entre 2011 y 2013 lo hizo en el 5,1%
En la zona euro, las lecciones ofrecidas por la crisis inmobiliaria y bancaria han sido asimiladas con bastante éxito. La regulación de los bancos es más estricta y la gestión realizada por sus directivos más conservadora. Ambas características han reducido drásticamente el riesgo incurrido por dichas entidades.
En cambio, la Comisión Europea (CE) no ha aprendido casi nada del reciente pasado. A instancias de Alemania, en mayo de 2010, ella convirtió la disminución del déficit público en la principal prioridad de la política económica de la zona euro. Una prelación que ha conllevado consecuencias muy negativas, también en el terreno político.
La política fiscal, al restar crecimiento en lugar de sumarlo, provocó que la monetaria tuviera un carácter ultraexpansivo. No obstante, esta no pudo impedir que la recuperación fuera frágil, pues, en la etapa 2014-18, el PIB solo creció una media del 2,1%. Tampoco que aquella dependiera excesivamente de la coyuntura económica mundial y beneficiara en mayor medida a los empresarios que a los trabajadores.
En 2019, la indicada fragilidad se ha hecho visible. Una significativa disminución del crecimiento del resto del mundo, principalmente derivada de la guerra comercial entre China y EEUU, ha llevado a la zona euro al estancamiento (el PIB solo crecerá un 1,1%) y a la posibilidad de caer en recesión en 2020.
La pasada bonanza macroeconómica no llegó a numerosas familias. En una sustancial parte, el motivo fue una deficiente distribución del crecimiento generado. Normalmente, un mayor gasto público genera unos mejores efectos redistributivos que una bajada del tipo de interés, aunque esta sea muy elevada, y una superior disponibilidad de crédito.
En algunos países, el incremento de la desigualdad ha perjudicado al crecimiento del PIB, al impedir un mayor aumento del gasto de los hogares. Por un lado, aquel ha aumentado el ahorro de las familias más adineradas y, por el otro, ha reducido el dispendio de las más humildes.
El primero no ha generado un incremento similar de la inversión privada, al no encontrar en el mercado alternativas relativamente seguras y aceptablemente remuneradas. Una situación que de manera parcial explica por qué en octubre de 2019 el dinero depositado en cuentas corrientes y depósitos a plazo fijo estaba casi en máximos históricos (834.300 millones de euros).
Durante el período señalado, la inversión pública se ha hundido. Los recortes en el gasto para cumplir con los objetivos fiscales impuestos por Bruselas han afectado a las partidas sociales, pero principalmente a la inversión realizada en infraestructuras e I+D+i. La de carácter privado no ha compensado su disminución, pues una sustancial parte de los beneficios obtenidos por las empresas han sido destinados a la reducción de su endeudamiento.
A pesar de todo ello, la CE vuelve a reiterar su error. A los países que tienen una elevada deuda pública/PIB (cercana o superior al 100%) les indica que su principal prioridad debe ser la reducción de dicho ratio y que deben utilizar cualquier ingreso extraordinario a tal finalidad. También los ahorros originados en el pago de los intereses de la deuda, al estar estos en un mínimo nivel.
Su lógica es la siguiente: cuanto menor sea la deuda, más pequeña será la prima de riesgo y más bajo el tipo de interés. Por tanto, si el país cae en recesión, aumentarán las posibilidades de que puede sufragar los costes del endeudamiento público y evitar el default.
No obstante, para reducir su nivel de deuda, es probable que el país deba efectuar una disminución del gasto público o un incremento de impuestos. Por tanto, aumentan las posibilidades de que caiga en recesión y entre en un círculo vicioso (casi todo va mal).
Mi senda es muy diferente a la sugerida por la CE y similar a la seguida por EEUU entre 2010 y 2015 (el déficit público pasó del 9,8% al 2,4% del PIB). Si la Administración realiza una política fiscal expansiva, mayor será el crecimiento de la producción y los precios, más aumentará la recaudación de impuestos y menor será el déficit público. El país muy probablemente esquivará la recesión y conseguirá reducir lentamente el anterior ratio.
En definitiva, la CE vuelve a equivocarse. Al obligar a los países que poseen una elevada deuda pública/PIB a subir impuestos o reducir gastos, hace más probable que estos padezcan una contracción económica y dejen de pagar los intereses comprometidos. Además, perjudica a las familias más humildes, genera un aumento del descontento social y proporciona argumentos electorales a las formaciones políticas de extrema derecha e izquierda. Su auge provoca un aumento de la inestabilidad política y pone en peligro el proyecto de integración europea. Espero y deseo que se arrepienta. Nunca es tarde para rectificar.