El juancarlismo fue un fenómeno singular propiciado por una larga noche de tricornios amenazantes que se decantó del lado de la democracia por razones todavía desconocidas. El mérito se lo llevó el entonces rey, a pesar de las dudas razonables sobre el papel de palacio en todo aquel golpe de Estado frustrado. Fuere como fuere, Juan Carlos ofreció a los republicanos una excusa para no plantearse la cuestión monárquica durante todo su reinado, obviando incluso las sospechas del comisionista real. Su hijo tenía plena conciencia antes de acceder al trono de la imposibilidad de heredar el juancarlismo para convertirlo en felipismo. Y así ha sido, según el último sondeo sobre la salud de la Corona.
Felipe VI no seduce. Su figura no se consolida en ninguna parte, salvo en Andalucía sin que exista una explicación científica para ello. Apenas un 50% raspado de media salva a la Corona de un suspenso humillante para una institución que no tiene responsabilidades de gobierno; o justamente por eso, por no tener otra función que la representación simbólica del Estado, nadie parece demasiado preocupado por su futuro.
Esta incapacidad de la Corona para persuadir a sus súbditos en tiempos de democracia supone un peligro manifiesto para sus intereses. El rey emérito se salvó de este debate por una aparición oportuna en televisión, una medianoche de miedo, sin embargo, el rey en el trono va a vivir todo su reinado pendiente de un apoyo decreciente, temiendo que en cualquier momento de crisis, el estado de ánimo de la nación pueda exigir alguna transformación constitucional que inspire una revolución simbólica que le salve de la depresión. La ilusión por la república siempre estará a mano.
La baja aceptación de la monarquía especialmente en Cataluña y el País Vasco, por debajo del 30%, parecería relacionar la disconformidad con la Corona con la desafección política mayoritaria respecto del Estado español detectable en estas dos naciones históricas, como si España y el Rey fueran una sola cosa. La monarquía sería vista así como la personificación de una determinada España, más allá de las dificultades para explicar la vigencia en el siglo XXI de una institución hereditaria fuera del control de ciudadanos y jueces.
Y en consecuencia, podría pensarse que un estado republicano favorecería automáticamente las aspiraciones del nacionalismo periférico y las de todos aquellos que creen en la pluralidad de España. La historia no avala esta teoría. La República, la segunda porque la primera fue un espejismo, definió España como un estado integral que concedía estatutos autonómicos a sus territorios históricos y no dudó en detener y condenar por rebelión al gobierno autonomista en cuanto pretendió declarar el Estado catalán dentro de la República Federal Española.
El paralelismo de los hechos de octubre del 34 y el procés no se sustenta fácilmente, entonces hubo muertos, enfrentamientos a tiros y miles de detenidos y hace un par de años no sabemos exactamente lo que hubo, aunque la última consigna sea la de “lo volveremos a hacer”. En todo caso, las declaraciones del presidente de la República no serían muy diferentes en aquel 6 de octubre a la intervención televisiva de Felipe VI en la noche del 3 de octubre, aunque Alcalá Zamora declaró el estado de guerra a petición de Lerroux y suspendió la autonomía, un 155 republicano de mayor dureza que el aprobado por el Senado a petición de Rajoy.
No parece pues haber diferencia entre monarquía y república en cuanto al reconocimiento de las Españas, de ahí que sustentar la esperanza independentista en el advenimiento de la República podría ser una pérdida de tiempo. Y al revés, hay tantas posibilidades teóricas de que la Corona ejerza como garante de dicha pluralidad como las habría con un estado republicano, aunque de momento no lo hayamos podido experimentar bajo ninguna fórmula.