El agotador ciclo electoral que comenzó en diciembre, con el adelanto de las elecciones en Andalucía, donde por primera vez se evidenció que la llegada de Vox a las instituciones era imparable y también se vislumbró la posibilidad (que en el Sur terminó convirtiéndose en realidad) de una alianza entre las derechas, se cerró hace unas horas con la confluencia de los comicios locales, autonómicos y europeos. Cada uno con una lógica distinta y condicionantes propios. En términos generales, sin entrar en la casuística de cada sitio, esta segunda vuelta de las generales parece consolidar el efecto Sánchez que, desde la interinidad de la moción de censura que hace un año lo llevó a la Moncloa contra todo pronóstico, ha logrado ser la lista más votada en los comicios estatales, permanecer en la Moncloa e imponerse holgadamente en la pelea por la hegemonía territorial. Todo un éxito.

El PSOE de Sánchez, de naturaleza presidencialista, y cuya ideología es relativista, ya que oscila en función de las circunstancias de cada momento, logra así convertirse en una realidad de poder con vocación duradera. Aunque sea desde esta inquietante indefinición táctica, va a poder dirigir durante cuatro años un país en ebullición social tras el desafío soberanista en Cataluña, que ahora se trasladará a las instituciones continentales con la presencia de Junqueras y Puigdemont en la Eurocámara.

El triunfo de Sánchez arroja una lectura orgánica: entierra definitivamente la etapa de influencia –con sus logros, pero también con sus sombras– de la Generación de Suresnes, que de una u otra forma aún contaba con poderosos resortes patrimoniales sobre la organización socialista. Liberado definitivamente de los patriarcas del PSOE y de sus pupilos, que promovieron su caída y no pudieron tampoco impedir su resurgimiento, el presidente del Gobierno logra de esta manera convertirse en el único referente socialista. Quien no esté a su lado será, igual que en la película de Nikita Mijalkov, quemado por el sol.

Su consolidación dará lugar –especialmente en Andalucía– a una profunda y sangrienta renovación de cuadros intermedios. Igual que los soviets: (casi) todo el poder para Sánchez. La victoria del PSOE, no obstante, no se produce tanto por sus méritos, que son más circunstanciales que fruto de una gestión sólida, como por la división del bloque de las derechas y, en especial, el hundimiento del PP, al que el experimento Casado le ha salido rematadamente mal. El sucesor de Rajoy es un zombie político por mucho que su partido haya reconquistado Madrid. Podemos considerar amortizada esta fase de neoaznarismo inaugurada tras la pérdida de la Moncloa. Casado no funciona. Es así de simple.

La debacle de los populares tiene un saldo positivo para ellos: no permite que Cs se convierta en primer partido de la oposición. La apuesta política de Rivera por encabezar el bloque conservador en España, sustituyendo a un PP en horas muy bajas, no se ha traducido en la conquista de ninguna plaza relevante ni en el ámbito autonómico ni municipal, donde seguirán siendo simples bisagras. El experimento Valls ha fracasado. Es algo que debería ser objeto de reflexión en los cuarteles naranjas: a pesar de estar en sus peores momentos, la estructura del PP es capaz de soportar la embestida de Cs y hasta el avance, decreciente, de Vox.

Desde el punto de vista simbólico, la derrota de Carmena en Madrid agiganta la crisis de Podemos, cuyas antiguas plazas municipales han quedado fuera de su control. Barcelona  ha sustituido el populismo de Colau por el nacionalismo del iluminado Maragall (ERC). En Europa crece el multipartidismo y las antiguas minorías –Los Verdes, los liberales y los partidos euroescépticos– ganan más peso, aunque insuficiente, en un Parlamento de bloques donde los nuevos populistas, especialmente en Francia o en Italia, continúan amenazando la estabilidad del proyecto continental. Queda un único consuelo: ya no hay que votar más.