Los socialistas españoles, como sus homólogos europeos, han conocido en su seno multitud de corrientes y su dirección política ha practicado, en distintos contextos, una admirable adaptación camaleónica, entre el liberalismo y la socialdemocracia, entre la derechización práctica y la teoría izquierdista.
Sabido es que, desde 1979, el socialismo español no es marxista, negación ideológica que en los últimos cuarenta años no le ha impedido declararse de izquierda. Fue Santiago Carrillo el que comentó esa renuncia de Felipe González como un intento para calmar al poder económico de aquellos años. El por entonces líder comunista recordó que el gesto fue, en verdad, consecuencia del desinterés tan extendido entre los socialistas por cualquier propuesta o reflexión marxista. Y ponía como ejemplo anterior a Indalecio Prieto --tantas veces ministro en la Segunda República y presidente del PSOE en el exilio--, a quien Marx ya le producía algo más que alergia.
El mismo Prieto ya se definió como un socialista liberal o como un liberal que, en ocasiones, era socialista. Figura destacada del equilibrismo político, en el seno de su propio partido fue un superviviente entre el moderado Besteiro y el radical Largo Caballero, y en el País Vasco admitió sin necesidad de explicarlo que el fuerismo era compatible con el constitucionalismo. Pero si de algo estuvo seguro este histórico dirigente era que le asustaba el nacionalismo vasco, “más que como elemento separatista, como elemento reaccionario”, incluso afirmó que un autonomismo extremo podría convertir al País Vasco en un “Gibraltar reaccionario y un reducto clerical”.
Es cierto, pues, que los partidos cambian tanto como los tiempos, y el PNV-EAJ --o partido vasco de los simpatizantes con Dios y la Ley Vieja-- ha moderado sus principios racistas y católicos para erigirse en la actualidad en una organización en búsqueda constante del centro político, eso sí, independentista en potencia y creyente practicante en la desigualdad como principio de relación entre los españoles. Aunque sobre el abandono de su xenofobia caben dudas, si recordamos que Arzalluz falleció sólo hace unos meses.
Este PNV es el partido de derecha con el que Sánchez pretende conformar un gobierno estable y una política progresista. La contradicción es muy evidente, pero a fuer de practicarla en las últimas décadas --tanto por el PSOE, IU o el PP-- el oxímoron se ha diluido hasta desaparecer. Y este es el PNV, un partido conservador en ocasiones y reaccionario en otras tantas, con el que también se quiere apoyar Iglesias y su podemismo liberador, además de sus entendimientos tabernarios con los cachorros democratizados de Bildu, escindidos en su día del PNV y hoy herederos políticos de los terroristas de ETA.
Más que la alianza entre Sánchez y los podemitas, tan temida en algunos círculos del poder económico, el peor escenario sigue siendo un pacto con las derechas nacionalistas que no niegan la desigualdad entre los españoles, por haber nacido o vivir en un lugar y no en otro, sino que la potencian. Pactar con la versión 4.0 del viejo racismo romántico convierte al PSOE en cómplice de esos vergonzosos rescoldos del fuerismo del Antiguo Régimen, anterior a la Revolución Francesa, y amparo de ricos y privilegiados.
La noche del 28A Sánchez debió recibir las preceptivas llamadas de felicitación de Íñigo Urkullu y su escudero, y casi seguro que nadie en Ferraz tuvo la valentía de responderles como hizo, en 1844, un ayudante del general Narváez a un antiguo gobernador civil, cuando el militar ocupó por primera vez la presidencia del Gobierno: “–Hombre, usted felicitó a Espartero, a la coalición que le derribó, a la Unión Liberal…, es usted muy voluble y cambia fácilmente de chaqueta. –¿Yo voluble? --le respondió el Aitor de turno--. Señores, siempre he profesado una misma idea que en mí es una verdadera vocación: ser gobernador civil”. Ahora esa vocación se llama “qué hay de lo mío”, patria o nación, y la suma: el hecho plurinacional. La igualdad ni está, ni se les espera.