En el contexto de la campaña electoral se juguetea con ideas como la reforma constitucional, un nuevo estatuto de autonomía, una transformación del Estado de las autonomías en un Estado federal, en establecer un “nuevo pacto” con Cataluña... y en cualquier momento saldrá alguien a decir que lo que necesitamos es ofrecer “un proyecto ilusionante” a los catalanes. (A los catalanes nacionalistas, claro; para los demás, San Joderse cayó en lunes).

Se considera a los catalanes, por lo que se ve, gente infantil y papanatas a la que hay que engatusar con ilusiones, para que se esté tranquilita. Cuando, en vez de ir haciendo demostraciones de cariño que nadie ha pedido (es ridículo ese “catalanes, os queremos” que se oye de vez en cuando), en vez de ir ofreciendo nuevas ilusiones y articular para los nacionalistas “un proyecto ilusionante”, o sea más ilusionante que la Independencia, quizá sería más provechoso y menos cansino, más honesto y más propio de los seres humanos adultos y de las sociedades avanzadas precisamente lo contrario: desilusionar. En el sentido de mostrar claramente, de ayudar a ver la naturaleza puramente ilusoria de ciertos proyectos caprichosos que sus caudillos les han vendido y les siguen presentando como hacederos.

Pero para eso hay que deponer una de las características del Estado español a lo largo de los siglos: la contumacia en el error. El tradicional y terrorífico sostenella y no enmendalla. Volver a intentar lo que ha demostrado sobradamente su inoperancia y su fracaso.

Ahora algunas voces más o menos socialistas hablan de redactar un nuevo estatuto y celebrar una o dos “consultas” que lo ratifiquen, como si el estatuto que montaron, sin necesidad alguna, hace tan pocos años, no hubiera dado ya bastantes quebraderos de cabeza, y como si no se hubieran celebrado, con gran quebranto del interés común, dos referéndums y no sé cuántas elecciones plebiscitarias, además de las elecciones más importantes “de la nostra vida”.

Como decían los nacionalistas, todo eso ya es “pantalla pasada”. Pero cosas parecidas se repite, sea por cálculo electoral o con irenista candidez, y hay que contestarlo y desmentirlo por pesado que sea insistir en lo que en realidad todos sabemos.

Que se sepa, no está escrito en ninguna parte que un nuevo referéndum --incorpore o no nuevas “cesiones”;  “profundice en el autogobierno”, quiera esto decir lo que sea, o no profundice--, garantice automáticamente, como se nos quiere vender, un nuevo y “largo periodo de estabilidad” en el conflicto territorial. Como sabemos todos por experiencia, por las décadas de experiencia que ya hemos acumulado sobre la mentalidad nacionalista y su praxis política, es mucho más probable que sucediese lo contrario: que el nacionalismo aprovechase esa cesión como un triunfo y al día siguiente de aprobado el artefacto volviera a las andadas. (Digamos solo de pasada que gratificar a las fuerzas que asestaron el golpe de Estado con nuevas mercedes, o sea con el reforzamiento de su cacicato y de su impunidad para la corrupción, sería profundamente injusto y un agravio comparativo). Permitir que el beato Junqueras acceda a la presidencia de la Generalitat sin que haya dado sinceras muestras de contrición y sin manifestar propósito de enmienda daría pruebas de una pulsión política suicida.  

Nadie se puede llamar a engaño: no ya al día siguiente, si no antes, ya en el curso de los debates y cónclaves para esos hipotéticos nuevos estatutos y reformas y profundizaciones en los autogobiernos, los nacionalistas volverían a las mismas, volverían a lo que en realidad no ha cesado: al victimismo, al matonismo político, a inventar agravios, especificidades y hechos diferenciales, a organizar grotescos Desfiles de la Derrota, a exigir la independencia, a intentar otro golpe. Es lo que han hecho siempre y, lamentablemente, lo que harán siempre que puedan y se les permita. Querer hacernos creer que esa dirigencia radicalizada, bien pagada y orgullosa hasta el disparate, anhela fundirse en fraternal abrazo con el detestado adversario que acaba de vencerla, desenmascararla y humillarla, para restablecer con él un clima de franca concordia y de consenso democrático... es de traca.

Por culpa de este asunto llevamos perdidos varios años --en una época, además, sometida a una aceleración inaudita, en la que cada minuto cuenta: ¡qué rápido se perdió la Agencia Europea del Medicamento!--, distraídos de los verdaderos problemas del Estado y de la lucha contra los problemas reales del presente y del futuro inmediato; que son los que plantean la globalización, la robotización y la inteligencia artificial (IA), el desempleo, el hundimiento de las clases medias, la desertización, el cambio climático, la probable inmigración masiva, el encarecimiento de la vivienda en las grandes ciudades y la expulsión de ellas de las capas humildes, la precariedad de las pensiones, la corrupción del estamento político y la superposición de instituciones que son como todos sabemos pesebres de los partidos y guaridas de holgazanes --como por ejemplo las diputaciones--. Problemas que no son específicamente españoles sino internacionales y a cuya meditación y solución aportamos tanto como al escenario artístico y cultural internacional: menos que cero.

Embarcar ahora las energías de la política y de la intelligentsia --en el caso de que las haya-- en un proceso de seducción del nacionalismo que solo puede ser largo, complicado y conflictivo y que además, como dicta la experiencia, será estéril, no solo detraerá esa energía durante los próximos años de allí donde se la necesita, sino que ya se vería si el pueblo soberano no saldría de esa paciencia de Job de la que hablábamos hace un instante. Aunque algunos quieran negarlo, el nacimiento de Vox responde a este contexto --otro “logro” clarísimo del nacionalismo catalán, felicitaciones a los astutos y rufianes--, y las últimas autonómicas en Andalucía deben entenderse como un aviso.

Pero lo peor es que en el momento en que las fuerzas sediciosas están desarticuladas y confusas y sus cabecillas sometidos a encarar la responsabilidad de sus actos, los debates sobre nuevos estatutos y melones constitucionales que hay que abrir y “proyectos ilusionantes” que hay que ofrecer servirán, están sirviendo, para dividir y radicalizar a los demócratas y para galvanizar a la reacción nacionalista.

Esto quizá haría muy felices a astutos y rufianes, que adivinan en la próxima crisis que ya se anuncia en el horizonte otra oportunidad para vender sus crecepelos y soluciones mágicas a quienes sus clérigos llaman “la bona gent”. Para los demás sería bien triste, y una contumacia en el error.

En vez de caer en ello, lo que acaso convendría sería extraer las conclusiones de la experiencia que hemos padecido y que seguimos padeciendo, y actuar en consecuencia. Lo primero es secar las fuentes económicas del golpismo, pues es el riego incesante de financiación y de sueldos lo que lo hace posible y deseable. Hecho esto, sería fácil desactivar el aparato de persuasión y agitprop guerracivilista, tanto el financiado con fondos públicos como el de “propiedad privada”. El Estado cuenta con herramientas suficientes para disuadir a la burguesía y las finanzas de que sigan tonteando con las fuerzas sediciosas; es imperioso que recupere el control de las armas, dada la cuando menos sospechosa actitud de la policía autonómica antes, durante y después del Golpe de Estado; miles de hombres armados no deben estar a la orden de un exportero de discoteca con pocas luces. A partir de aquí ya se puede afrontar la delicada tarea de paulatina desprogramación ideológica de las masas larga y sistemáticamente engañadas.

El daño causado a la población catalana y a la española en general ya es irreparable, pero está en nuestras manos no seguir perdiendo el tiempo, dificultar que el desastre se repita, eludir la fatalidad histórica de la contumacia en el error.