La batalla de Barcelona del pasado viernes, día 21, no estuvo a la altura de lo exigido por los nativistas de la Rosa de Foc. En la calle ganó el reformismo de los sedentarios, picoteado, aquí y allá, de asaltos CDR acompañados de cargas de los Mossos d'Esquadra; y por los gritos de fuera, fuera contra los del pasamontañas por parte de miles de manifestantes del mainstream catalanista. En el alto mando de la guerrilla urbana destacó desde buena mañana un tipo de cáscara dura y apariencia seminal: Carles Riera, incontinente redentorista de los que han venido a salvar el mundo sin que nadie se lo haya pedido. Un individuo de frente despejada y piel hirsuta como una nuez de coco; levantisco que dispara de palabra utilizando de munición los lugares comunes de la izquierda extraparlamentaria; psicólogo de profesión e inmerso en la Gestalt germánica de Wertheimer y Wolfgang Köhler; más alejado de la ciencia que de la Gaya ciencia; conductista con ínfulas de Conducator; manipulador de mentes flojas, vencidas por la ilusión de Utopía, pero no la de Galeano, sino la que es una fuente incesante de crímenes en nombre de la humanidad; jefe de la CUP, virrey de la formación asamblearia en la que los zorros mandan a los mansos con ornamentos de democracia corporativa y plebiscitaria; señor de hablar denso sobre el eje social del combate, pero muy bien adaptado al eje nacional que infecta al país entero. Caído en el abismo demoscópico y sabedor de que pronto no tendrá ni un solo diputado en el Palazo de la Ciutadella, tal como le anuncian los sondeos.

Hoy caballero de fortuna, mañana xenófobo, Riera esperó a que acabara la reunión Sánchez-Torra del viernes para lanzar esta apelación a los suyos (los pocos que quedan): "Todo diálogo que no incluya el ejercicio del derecho a la autodeterminación y el derecho a la independencia, la liberación de los presos y el retorno de exiliados, no es efectivo, es una traición al 1-O". Así funciona la lógica del nacionalismo: quiere que Leviatán no le abandone, que cumpla su promesa de protegerlo, pero rechaza su injerencia, no acepta su autoridad moral. Instalado en la exigencia y la nula aportación en términos de distensión y diálogo, Riera es de los que le exigen soluciones a la incertidumbre que él ha contribuido a levantar. La suya es la CUP residual de hoy, después de David Fernández, Antonio Baños o Anna Gabriel.

Carles Riera, líder de la CUP / Pepe Farruqo

Carles Riera, líder de la CUP / Pepe Farruqo

Carles Riera, líder de la CUP / Pepe Farruqo

En los jardines de Diagonal/ Paseo de Gracia los gritos del viernes prenavideño, “tumbemos al régimen” se han quedado impregnados en un atril de trencadís gaudiniano. Cuando gana el trincherismo gana el populismo. La España boca abajo tampoco es manca; habla de la “rendición de Pedralbes”. Y es en momentos como este en los que a Riera le hacen el trabajo: “Desde el franquismo, no se hacía un Consejo de Ministros en Barcelona para mostrar su autoridad”. ¡Qué atrevida es la ignorancia! O mejor, por qué será que, a los cupaires, la ignorancia les sirve de serotonina, el poderoso neurotransmisor al que el narrador francés Michel Houellebecq, acaba de convertir en el cráter de su última entrega homónima (Serotonina, Ed. Anagrama), cuyo aterrizaje en las librerías está previsto para el 9 de enero.

Mientras la calle muestra puntualmente la estética abrasiva de las esteladas, el Consejo de Ministros de Sánchez aprueba subidas salariales a 3,8 millones de trabajadores. Riera se queda, una vez más, sin poder unir sus objetivos sociales con las exigencias territoriales, y opta por lo segundo, como lo han hecho Baños, Gabriel y compañía, más allá de su presumido situacionismo de retail, compartido con Benet Salellas, letrado y letrista, autor de Jo acuso, (Pagès Editors), un remedo del J’acus de Emile Zola en la Francia del affaire Dreyfus. Pero Riera tiene donde refugiarse: bajo las faldas de mamita Elsa Artadi, que le enseñará a declamar sus letanías quejicas sobre los 113 millones en carreteras, el aeropuerto Josep Tarradellas o la revocación de la sentencia contra Lluís Companys: “¿Solo eso?, pues para tomar estas decisiones no hacía falta esta visita”.

Pongámosle orden a esta semana de locos: el Gobierno obtiene el placet nacionalista al techo de gasto y al día siguiente lanza un comunicado sin cafeína en el que reconoce, implícitamente, que incumple con Cataluña en materia de inversión (el famoso preámbulo de la disposición adicional tercera del Estatut). Por su parte, el Govern renuncia a la vía unilateral.

Mientras tanto, Riera da muestras de su semblante grave y verborréico; líder negativo, autoproclamado dueño de destinos, pero portador de desesperanzas en las antípodas del carisma. Defensor de lo identitario, gasolina inflamable de las sociedades complejas; desafecto y desprovisto de memoria por simple desconocimiento; menguado por sus enormes déficits en materia de cultura política; pródigo en descalificaciones, difusor del odio y la paz armada; testaferro imaginario de Gandhi; antieuropeo, indolente y amante de la desobediencia constitucional. Galeote de la vía escocesa, pero volcado sobre el ejemplo balcánico por su afinidad etnocéntrica a las naciones bizantinas de la antigua Yugoeslavia (del modelo Gran Serbia). Internacionalista de una sola nación, la catalana, trilogía de patria, nación y pueblo, tres hipóstasis de una misma esencia excluyente; urbicida de ciudadanos libres, disidentes y destinados a ser un día el objeto de una liquidación (dialéctica, espero) ritualizada.