¿Para qué convocaría Pedro Sánchez un debate sobre Cataluña en el Congreso si no tenía nada nuevo que decir? La posición táctica del presidente del gobierno respecto del conflicto político entre el independentismo y el estado es conocida desde el día de la moción de censura: negociación de ámbito autonómico, respeto a la legalidad, apuesta por autogobierno, impulso al diálogo entre catalanes, oídos sordos a las provocaciones verbales del gobierno de Quim Torra y perspectiva de una reforma constitucional.
Sánchez no tiene fuerza parlamentaria para más ni puede hacer menos si pretende diferenciarse del PP y Ciudadanos, entusiasmados con empeorar las cosas al máximo para aplicar un 155 cuanto antes mejor. Más o menos a lo que aspira el soberanismo radical, obviamente por razones muy diferentes. Hay gentes a las que les chifla la excepcionalidad en todas partes, incluso en el PSOE. Pero todo esto ya se sabía y no explica el deprimente espectáculo vivido en el Congreso.
En el nombre de Cataluña se atizaron los unos a los otros a conciencia, sin que nadie desgranara una sola propuesta, una disputa parlamentaria más. Una ocasión perdida y una falta de respeto para la sociedad catalana, expectante de planes razonables. Cataluña no tiene quien la gobierne ni a quien se interese seriamente por su futuro. Está claro, hay quien quiere derrotar al independentismo por todos los medios y hay quien pretende hacer pasar a todo un país por el ojo de la aguja del procés, sin que ni una cosa ni otra sean sinónimos de solución.
El fondo del problema es conocido: se quiere la substitución de una fórmula político-territorial agotada por un proyecto ilusionante que compagine el reconocimiento de la diferencia, la salvaguarda de la solidaridad y el respeto a la legalidad. El presidente Sánchez dejó entrever hace unas semanas que iba a exponer sus planes, su oferta a Cataluña, en el pleno de ayer.
Llegado el día, simplemente se dejó llevar por el canto a la autoridad constitucional y la repetición de lo ya sabido, atenazado sin duda por las pésimas circunstancias de la crónica política, el desvarío esloveno y las imágenes de los Mossos esperando a que los CDR se cansaran de estar en la autopista. Un cúmulo de obviedades que pudieron parecer propias de un estadista por comparación a las ráfagas dialécticas de la competencia de derechas y a las proclamas conocidas de los grupos independentistas. Cataluña y sus dificultades no deberían ser instrumentalizadas para debates estrictamente electoralistas como el de ayer. Lo nuestro es muy serio y requiere un cuidado especial en las formas y en el fondo.
Otra cosa son las urgencias. Si hay que restablecer la autoridad de la policía autonómica, habrá mecanismos legales para hacerlo sin caer en el exceso de una intervención general de la administración autonómica; si el consejo de ministros quiere reunirse en Barcelona, estupendo; si el gobierno central quiere entretenerse en responder a las genialidades de Torra, bueno, es una opción, aunque ya ha sido desautorizado por los suyos; si lo que se persigue es incidir en la división del independentismo parece adecuado insistir en el diálogo, etcétera, etcétera. Sin embargo, la solución no está ahí, sino en una oferta política que nunca llega. Tampoco ayer.