El pobre Puigdemont se lamenta de que ha escrito cuatro cartas a Junqueras, es de suponer que teniendo buen cuidado de escribir la dirección de la cárcel de Lledoners y el número de celda sin que le haya entrado la risa tonta, y éste no le ha respondido. Es que ni siquiera ha dado acuse de recibo. Será cosa de Correos, porque es impensable que Junqueras, que lleva más de un año en prisión, que se juega 15 o 20 más a la sombra, y que fue engañado por el entonces presidente cuando este le citó el lunes en el despacho mientras huía sin volver la vista atrás, esté levemente molesto. Quía, seguro que se acuerda de Puigdemont a menudo. De él y de su señora madre.
Uno imagina a Puigdemont en Waterloo, buscando sellos y un buzón en plena era de las tecnologías, para mandar cartas, y no puede menos que estremecerse. Cuánto tiempo no habrá perdido en ello, tiempo que habría dedicado a comer en buenos restaurantes, ver fútbol por la tele, controlar que el servicio deje en perfecto estado de revista la mansión de Waterloo, ir al teatro y, en fin, realizar todas esas actividades que suelen llevar a cabo los exiliados que en el mundo son.
Cuatro cartas, cuatro, a cuál más sentimental. En la primera de ellas el expresidente, siempre atento, le preguntaría a Junqueras por sus planes en las próximas vacaciones, le contaría que él sale cada día a pasear y que no se imagina lo bonito que es Bélgica, tan verde tan fría, por suerte en el chalet hay una buena calefacción. Así mismo --hay confianza entre ellos-- se interesaría por la vida sexual del que fue su vicepresidente -«si vieras cómo están las belgas, Junqui»-, por si sigue una dieta -«ya no somos unos chavales, hay que cuidarse»- y por si hace mucho tiempo que no acude al Nou Camp -«qué suerte tienes, tu por lo menos lo tienes cerca, yo aquí me tengo que conformar con seguir al Brujas: unos tuercebotas». Se despediría con un «tu presidente que lo es», mezclando el informal tuteo con el recordatorio de quién manda aquí. Todo en vano, no hubo respuesta.
Aun con la seguridad de que la ausencia de respuesta se debía a la proverbial ineficacia de los servicios españoles, Correos incluido, o a un boicot urdido por el CNI para impedirle publicar en un día no muy lejano el volumen «Puigdemont-Junqueras. Correspondencia», que dejaría en mantillas la que intercambiaron Pla y Gaziel --incluso quien habita un mundo paralelo como Puigdemont, intuye que a un libro de correspondencia con un solo corresponsal le falta algo-- el presidente huido no pudo evitar ofenderse. A nadie le gusta verse ninguneado por un simple presidiario. De ahí que las siguientes cartas fueran perdiendo progresivamente el tono cercano, hasta finalizar la cuarta deseándole que se le caiga muchas veces el jabón en la ducha y despidiéndose con un «que te zurzan», que aúna amor por las labores antes femeninas y desinterés por la suerte que pueda correr el preso.
Hemos sabido de las cuatro cartas y del feo de Junqueras gracias a la cuenta oficial de Twitter del gobierno catalán. Ni Puigdemont ni Junqueras están en el gobierno, pero a estas alturas no nos vamos a sorprender de que se usen dineros y medios públicos para hacer partidismo. Esto es Cataluña, señores. Es, además, otra forma de mostrarle a Junqueras quien manda, no sea que un preso pretenda equipararse a todo un fugado, todavía hay clases.
También gracias al gobierno hemos sabido que Puigdemont mandó algo más que cuatro cartas. Estarán ustedes pensando en una hogaza de pan con una lima en su interior, como haría cualquiera por un colega. Pero no. Le mandó también un libro, quiera Dios que no fuera el que escribió el propio Puigdemont, «La crisi catalana», pues suficiente pena está cumpliendo Junqueras. Probablemente se tratara de «Papillon» o «El conde de Montecristo». Puigdemont es muy detallista con sus amigos.