De todos los titulares de las muchas entrevistas que el eminente historiador John H. Elliot ha concedido estos días a propósito de la presentación de su último libro, Catalanes y escoceses. Unión y discordia (2018), el que más llama la atención es el de este lunes en El Periódico: “Los líderes independentistas viven en un mundo de fantasía”. Imposible expresarlo mejor. Lo dice además alguien que solo emite un juicio tras examinar con rigor los hechos pasados o presentes, que en la obra citada transcurren desde la Baja Edad Media hasta finales del año pasado. Por desgracia gran parte del separatismo sigue instalado en la irrealidad y el autoengaño. Solo así se entiende su iracunda reacción tras conocerse el escrito de acusación de la Fiscalía contra los líderes del procés, y que tanto ERC como el PDeCAT hayan decidido como respuesta negarse a apoyar los presupuestos generales. Es demencial mezclar una cosa con la otra.
El límite de la acción de Pedro Sánchez, quien en mayo pasado aseguraba categóricamente que en Cataluña había habido una rebelión, era evidente en una democracia plena como la española con separación de poderes. A lo más que llegaba su influencia como presidente del Gobierno era a modificar el criterio jurídico de la Abogacía del Estado, que atiende a los intereses de su cliente, es decir, del Ejecutivo de turno. Ante cualquier causa que afecte a los intereses de la Administración, este puede decidir un cambio en la estrategia procesal con base en criterios de cualquier tipo, también políticos. Pero, afortunadamente, lo que el Gobierno no podía era alterar la valoración técnica del Ministerio Fiscal y, menos aún, hacerlo de forma directa e imperativa como exigían los políticos separatistas.
Anteayer, el presidente de ERC en el Parlament, Sergi Sabrià, recordaba que el no a los presupuestos de su formación (un “no enorme”, subrayaba) era porque Sánchez había desatendido la exigencia de que el Gobierno instase a la Fiscalía a retirar todos los cargos. Creer que algo así podía producirse es desconocer por completo cómo funcionan las instituciones en un Estado de derecho. El problema de los políticos independentistas es que realmente piensan las barbaridades que afirman y se creen a pies juntillas que España es la caricatura que tienen en mente.
Desde hace un año, los medios soberanistas llevan señalando al magistrado Pablo Llarena como responsable de todos los males que sufren los políticos que están en la cárcel, haciendo creer a muchos catalanes que la causa del procés estaba mal instruida y que el delito de rebelión era fruto de una manía u obsesión personal de dicho juez. Sin embargo, el Tribunal Supremo dio luz verde en junio pasado, pese al revés judicial en Alemania sobre la extradición de Carles Puigdemont, al procesamiento por ese delito, al considerarlo “razonable”, y ahora la Fiscalía también sostiene con rotundidad que hubo rebelión, pese a contrariar manifiestamente los intereses inmediatos del Gobierno.
Por supuesto, nada prejuzga las conclusiones finales de las partes y el resultado del juicio. Es cierto que hay dudas muy atendibles en torno al delito de rebelión. Por ejemplo, la baja intensidad de la violencia física de septiembre y octubre pasado nos llevaría más fácilmente a interpretar que estamos ante un caso de sedición; o el hecho de que la supuesta rebelión no se materializara con ningún acto del Govern tras la DUI, podría inclinar la condena hacia la conspiración para la rebelión, dos grados menos, lo que rebajaría sustancialmente las penas de cárcel. Pero lo que es innegable es que la causa que ha instruido Llarena, avalada tanto por el Supremo como por la Fiscalía, está bien fundamentada y no puede ser despachada como una invención, contrariamente a lo que han hecho con tono indignado algunos medios destacados de comunicación en Cataluña. Aquí el único mundo de fantasía es el de los independentistas para los que solo hubo desobediencia. En lugar de pedir perdón al conjunto de los catalanes por la situación peligrosísima a lo que nos llevaron en otoño de 2017, se vuelven a entretener creando una nuevas plataformas para seguir con las mismas reivindicaciones de siempre. Mientras discuten cómo rehacer su “unidad estratégica” (nuevo vocablo de moda), lo fían todo al martirologio de los presos y de sus familias como reconstituyente sociopolítico. Vuelven a equivocarse.